Las redes, esas policías del pensamiento
Twitter se popularizó en el estado español muy vinculada a la erupción democrática que supuso la revuelta del 15-M. Hoy nos preguntamos qué domina en esta red social si su función de ágora pública o de espacio de control social, de lo que puede ser dicho. Muchas periodistas, políticas o activistas confiesan que no se atreven ya con ciertos temas polémicos –puede ser la prostitución o la ley trans pero también algún aspecto del Procés–. Otras, directamente, han abandonado esta red social –u otras– ante el primer o enésimo ataque de las hordas indignadas donde se multiplican insultos, amenazas, e incluso apelaciones a los empleadores para que esa persona sea despedida. Algunas lo son.
Las redes son ambivalentes. A los periodistas nos permiten tener una comunidad de gente interesada en lo que decimos. Discutir con esa gente es valioso, tomarle el pulso a la actualidad, también. Pero puede suceder que tu pensamiento no esté alineado con el clima del momento, o que creas que la complejidad que exige determinado tema no será respetada en el debate. Ese es uno de los peores efectos de las redes: las discusiones se simplifican, las ideas que mejor circulan son las extremas, las más polarizadas –es decir las que tienen más carga moral–. No hay ningún secreto, los algoritmos están diseñados precisamente para que eso suceda.
Las extremas derechas ha crecido en este caldo de cultivo. Es como si los algoritmos estuviesen pensados para ellas, para que circulen fake news, exabruptos, para servir de escenario a confrontaciones sin cuartel. Es decir, para que generen subjetividades a tono con las guerras cuturales. Pero para que esto funcione, tiene que haber una contraparte. Una “izquierda” que quiera jugar al juego del escándalo moral o del escarnio público –una reacción que precisamente buscan los partidos ultras para difundir más sus ideas–. Esta izquierda, lo que resulta más inquietante, no se dedica solo a confrontar con los opuestos sino que se ensaña más con los suyos.
Parece que las redes se han montado sobre una característica de las formas de politización contemporánea, al menos la que se expresa comunicativamente, aquella de la política moralista o la policía semiótica. Aquella que persigue con saña al que no piensa igual, o al que da un patinazo en la expresión como si todo se jugase en el mundo de las ideas. La consecuencia es un cierto antintelectualismo también en el ámbito del progresismo. Como dice la pensadora Wendy Brown, antes, la tradición de izquierdas era la de la crítica a los problemas estructurales. Hoy se señala a personas y actitudes y se les culpabiliza como si fuesen la causa de la opresión. Esto acaba con la crítica porque parece que la justicia sea un problema del discurso y no de formaciones de poder históricas, político-económicas y culturales. Por así decir, ni perseguir a individuos, ni impedir sus expresiones racistas o machistas acabará con la ley de extranjería o la división sexual del trabajo.
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