La reflexión del presidente Sánchez
El 29 de enero de 1981 dimitió el presidente Suárez. “Me voy porque las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos”. El 23 de febrero, cuando el gobierno y los parlamentarios de todos los partidos estaban en las Cortes para votar a Leopoldo Calvo-Sotelo como nuevo presidente, hubo un intento de golpe de estado que, como sabemos, fracasó. No fueron ni los partidos de izquierda, ni los de derecha, quienes llevaron a Suárez a la dimisión; fueron los poderes del Estado profundo, y los ejecutores, los militares. Dimitió para evitar lo que se acabaría produciendo el 23-F: “Mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia como presidente”.
El presidente Sánchez se ha tomado un tiempo para reflexionar y ha decidido continuar. La razón ha sido la acusación de corrupción contra su mujer, basada en noticias periodísticas sin fundamento de periódicos fuertemente ideologizados, que un falso sindicato de extrema derecha presenta como base de su acusación –remarcando, para cubrirse, que pueden ser falsas– y que un juez acepta como suficientes para iniciar un procedimiento judicial de acusación.
La cuestión es doble. En primer lugar, como decía el presidente Suárez, “que no se recurra a la descalificación permanente”. Esto es difícil y responde a la libre actuación de la ciudadanía. Lo dijo hace casi un siglo Antonio Machado: “Españolito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.
En segundo lugar, cabe preguntarse si España tiene, en su sistema judicial, un problema que pide la reforma que no se hizo en 1978, cuando se transicionó de la dictadura a la democracia. Se acumulan los conflictos que dificultan el normal funcionamiento de la justicia. Llevamos seis años sin renovación del Consejo General del Poder Judicial, órgano central del sistema. El eterno dilema. ¿Se debe seguir la ley actual y nombrar a los miembros del Consejo, y después reformarlo, o al revés? El argumento del PP a favor de priorizar la reforma está claro, porque es más lenta y, si no se cambian los miembros, la permanencia de la situación actual le favorece.
Entre Suárez y Sánchez hay dos similitudes: la crítica desaforada y la presión del Estado; en un caso, fuera de la Constitución –los militares y Suárez–, y en el otro, dentro de la Constitución –los jueces y Sánchez–. Y hay una diferencia: Suárez dimite porque cree que es mejor marcharse, mientras que Sánchez se queda porque se ve capaz de realizar las reformas necesarias para solucionar los problemas. Ahora bien, esta voluntad del presidente Sánchez de continuar lo obliga a llevar a cabo las reformas políticas que estos dos problemas implican.
Por un lado, una ley que permita perseguir la difusión de noticias falsas utilizadas contra personas o instituciones. No se trataría de opiniones o ideas –esto es la intocable libertad de prensa y opinión– sino de hechos contrastables. Por el otro, una reforma del sistema judicial que, preservando la independencia de los jueces, evite que interfieran en la política. Medidas como la formación y el sistema de elección y promoción de los jueces deberían revisarse para evitar un sesgo ideológico. En las democracias europeas existen modelos que pueden ser utilizados, pero habrá que disponer de apoyo parlamentario suficiente para aprobar leyes que tienen un alto contenido político. Por desgracia, la actual descalificación política entre PSOE y PP no hará fácil esta labor, que posiblemente deberá llevarse a cabo sin un amplio consenso político.
Estas reformas, cualquiera que sea su final, afectarán a la política española, que hoy ya está condicionada por Catalunya, un foco que el presidente Sánchez ha abordado políticamente, primero con los indultos y ahora con la amnistía. Estas dos medidas de pacificación no tienen marcha atrás, pero el objetivo del ataque al presidente es echarlo, porque la derecha, contaminada por la extrema derecha, sabe que Sánchez representa para ellos un obstáculo político determinante que les ha impedido gobernar durante seis años. La desaparición del presidente Sánchez haría perder un escudo sólido en el centro y en la izquierda de la sociedad española.
Para el catalanismo, perder a Sánchez sería grave. Es conocido cuál sería la alternativa, y es sabido que, si llega a gobernar, va a cambiar mucho de lo que se ha hecho, tal y como se ha visto donde ya ha pasado, como Valencia y Baleares.
Es necesario que de las elecciones catalanas salga un gobierno capaz de deshacer el retraso en la financiación, que, en la hipótesis más conservadora, nos hace perder 3.500 millones de euros cada año, y que acabe las reformas que permitirían avanzar en infraestructuras (Cercanías y aeropuerto), industria, investigación, start-ups, redireccionar el turismo... Cuestiones en las que arrastramos problemas que afectan negativamente a nuestro crecimiento. Por eso hace falta un gobierno con una base parlamentaria sólida. Son tan importantes las elecciones como la coalición que se construya para realizar el gobierno.
No hace falta que la Generalitat dirija su reivindicación contra el gobierno central, porque este necesita a los partidos catalanes para gobernar. Pero dicho esto, es mejor la proximidad que la confrontación. La salida del partido socialista del gobierno central sería para Catalunya una tragedia. Esta es nuestra línea roja.