La revolución cultural trumpista

En algún momento saber cosas, aprender, respetar el pensamiento científico e intentar comprender el mundo estaba bien visto en nuestra sociedad. La cultura estaba conectada con el estatus y las oportunidades, y enviar a los hijos a la universidad era el objetivo de muchos trabajadores para incorporarlos al ascensor social. En las casas humildes se devoraban los libros, aunque fueran los que regalaba la caja de ahorros de turno, o los del Círculo de Lectores, o se compraban y los respetaban. En Estados Unidos también. En el autoproclamado país de las oportunidades y las personas hechas a sí mismas, no había ninguna gran fortuna sin placa por la millonaria contribución a un museo, una sala de conciertos o una universidad de prestigio científico. Hoy el clima no es el mismo, especialmente en EE.UU., donde se ha alimentado un resentimiento contra las élites que se personifica en un tipo de izquierda convertida en una caricatura cogiendo la parte por el todo. Una izquierda a la que sarcásticamente se considera woke porque defiende políticas de identidad y justicia social más allá de la raza, como el género y las identidades percibidas como marginadas. Vinculado al movimiento Black Lives Matter (BLM), hoy ser woke es un término peyorativo frente a la estupefacción ideológica de muchos partidos progresistas. También de los europeos.

La revolución cultural trumpista, que nos afecta formando parte de una ola reaccionaria global, es una actitud primaria que mezcla hoy las frustraciones de muchas personas incapaces de asimilar los cambios económicos y los avances tecnológicos y sociales. En definitiva, de digerir las transformaciones que van mucho más rápidas que nuestra capacidad de comprenderlas y anticipar hacia dónde nos están llevando.

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La utilización de la excusa de las actividades antisemitas y del "abuso" de las políticas de discriminación positiva de las minorías para perseguir a las principales universidades estadounidenses es de una gravedad enorme. Por el hecho mismo y por las consecuencias no solo sobre los pusilánimes, sino sobre todas aquellas instituciones culturales que no pueden sobrevivir sin la concurrencia del dinero público que hasta ahora protegía el trabajo intelectual o la libertad de cátedra.

Elogio de la ignorancia

De hecho, la reacción trumpista conecta con el clásico "¡Mueran los intelectuales!" y "Viva la muerte" del tarado de Millán-Astray y los suyos, y tiene remarcables precedentes con la Santa Inquisición, la Revolución Cultural china o el inefable Pol Pot. Por no hablar de la persecución de los intelectuales disidentes del nazismo y el fascismo. Todos ellos tienen en común la desconfianza del pensamiento crítico, el desprecio por la ciencia, las mujeres y las minorías y el culto a la personalidad de un líder presumido.

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En el caso chino, la "Gran Revolución Cultural Proletaria" de Mao (1966-1976) intentó preservar el comunismo chino purgando elementos burgueses y tradicionales de la sociedad y a los "revisionistas" del Partido Comunista. Profesores, maestros, escritores, científicos, técnicos y otros miembros de la élite cultural fueron objeto de una persecución sistemática. Las universidades y escuelas fueron paralizadas y purgadas al grito de contrarrevolucionarios. Las delaciones y persecuciones llevaron masivamente a asesinatos y sesiones interminables de lectura de citas de Mao o trabajo manual agrícola forzado con deportaciones a regiones remotas.

En Camboya también se prohibieron libros, se cerraron periódicos y se disolvieron asociaciones académicas, y se consideraban indicios culturales o intelectuales que podían significar la muerte tener libros, cuadernos, fotografías familiares, gafas, máquinas de escribir u otros objetos culturales. Los Jemeres Rojos promovían un analfabetismo forzado para reeducar a la población. Tanto en China como en Camboya, tener manos finas (sin rastro de trabajo manual), buenos modales o hablar idiomas podían conducir a la muerte.

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La mención a Mao o a Pol Pot es lejana, exagerada y suena paródica, pero la persecución de la disidencia, el estrangulamiento económico de las universidades, la detención de estudiantes y profesores, la deportación de ciudadanos sin protección legal, el cierre de agencias estatales dedicadas a proteger a los menos afortunados y el liderazgo presuntuoso y narcisista son hoy una realidad en el país más poderoso del planeta. Trump está carcomiendo las principales instituciones estadounidenses y no podemos menospreciar los efectos del miedo. De momento, la protección de la democracia y sus instituciones está solo en manos de alguna gran universidad, algunas personalidades demócratas, la judicatura en su conjunto y el Tribunal Supremo, que ha bloqueado temporalmente las expulsiones bajo una ley antigua para tiempo de guerra. También está en manos de los mercados, que no quieren bromas con la economía. Hasta que los ciudadanos que creen que la decadencia democrática no va con ellos no se vean afectados por la ruina de sus pensiones y el cierre de las agencias de protección de los consumidores, los ministerios o las universidades, no sabremos si la democracia estadounidense sobrevivirá a Trump.