Sijena: el arte como botín político

En 1995, la Santa Sede decretó la fragmentación del obispado de Lleida y 111 parroquias fueron adscritas al nuevo obispado de Barbastro-Montsó. La decisión fue percibida como un gesto de afirmación españolista, alineado con intereses políticos contrarios a la Catalunya autonómica. Supuso una pérdida territorial, pastoral y simbólica para el obispado de Lleida, que las instituciones catalanas y leridanas aceptaron sumisamente. Este cambio provocó la demanda de retorno de las obras de arte conservadas en Lleida y el caso tomó una fuerte carga política y mediática, convirtiéndose en una disputa simbólica entre dos formas de entender la identidad cultural y religiosa. La evolución de los límites de la diócesis de Lleida es un caso paradigmático de desajuste histórico entre las fronteras políticas y eclesiásticas que ha generado controversias no sólo administrativas, sino también identitarias, culturales y patrimoniales.

La sentencia del Tribunal Supremo que ordena el traslado de las pinturas murales del monasterio de Sijena –salvadas tras un vandálico intento de destrucción, en otoño de 1936– del MNAC hacia Aragón no sólo perpetra una nueva injusticia, sino que consagra un patrón que en Lleida conocemos demasiado bien. Ya el 11 de diciembre de 2017, al amparo del artículo 155, con nocturnidad, con la activa participación del Estado y ante una pasividad dolorosa por parte de la Paeria, se ejecutó la retirada de 44 obras del Museo de Lleida hacia el monasterio de Sijena, en cumplimiento de una sentencia con una dimensión histórica. Aquel episodio fue vivido en Cataluña como una humillación institucional y cultural, y como punto de inflexión en la relación entre patrimonio y soberanía. De nuevo –esta vez con el Muy Honorable Isla al frente del gobierno catalán– se reproduce la misma situación de diciembre de 2017, esta vez con el MNAC, museo de referencia para el arte románico en la Península Ibérica.

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El caso de Sijena constituye –como el de las obras de la Franja– una agresión política y cultural. Por un lado, a través del poder judicial, el estado español vuelve a dictar sentencia sobre un patrimonio que forma parte de la historia colectiva, que ha sido conservado y valorado, sin reconocimiento alguno por parte de los gobiernos español y aragonés.

Por otra parte, como han sentenciado varios expertos internacionales –entre ellos, Gianluigi Colalucci, restaurador de la Capilla Sixtina– un hipotético traslado de las pinturas de Sijena y el subsiguiente cambio de condiciones medioambientales las pondrá en peligro, de forma irreversible. También desde Aragón se han oído voces que reclaman prudencia, ponen en evidencia carencias técnicas en la planificación del traslado y denuncian la falta de análisis directo de los murales. Sin embargo, una vez más, la sentencia ha dado prioridad a la simbología y al cálculo político, por encima de la protección de un patrimonio tan trascendente como frágil.

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Hay una amarga ironía en todo. El mismo estado que permitió durante décadas el abandono del monasterio, al que hay que sumar el desinterés histórico de las administraciones aragonesas, premia ahora esta dejadez con la titularidad de unas pinturas que Catalunya ha mantenido, restaurado, conservado y exhibido con rigor y respeto. Y lo hará arrancándolas literalmente de uno de los centros de referencia europeos como es el MNAC.

De nuevo, como en 2017, la reacción de las autoridades catalanas y leridanas es la misma. Optan por el silencio, deciden no hacer frente –ni de forma simbólica-- y exhiben su reacción histórica: acatar, obedecer y mirar hacia otro lado, en una muestra de sumisión institucional.

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La sentencia del Supremo no es sólo un error judicial monumental. Es una amenaza en el patrimonio cultural europeo. Es también una muestra de cómo el estado español no entiende el valor del patrimonio compartido, sino que lo convierte en arma política y no tiene ningún interés en respetar los vínculos históricos y culturales de los pueblos que administra. Por último, constituye una oportunidad perdida para defender una cultura abierta, plural, capaz de preservar y explicar desde el conocimiento y no desde la imposición.

Históricamente, Cataluña ha hecho de la protección del patrimonio un eje de país. Y lo que hoy se pone en cuestión no es sólo una colección de arte religioso. Es un modelo. Una forma de entender la cultura. Y también una forma de entender la dignidad.