Los silencios de un rey

Los peores enemigos de las monarquías modernas no son los republicanos, son los cortesanos. El caso de Alfonso XIII de España es paradigmático. Pésimamente educado por una siniestra caterva de tutores con sotana o uniforme –una fórmula muy parecida a la que experimentó su nieto, seis décadas después–, un entorno cortesano de aristócratas, militares y burgueses lo acabó de convencer de que podía coleccionar amantes esporádicas o fijas e hijos ilegítimos, o que le estaba permitido encargar films pornográficos; que podía, al mismo tiempo, hacer inversiones y negocios privados prevaleciéndose de su condición de rey; que podía, igualmente, bendecir una dictadura y, en Barcelona, ante todos los alcaldes del Principat, espetarlos: “No olvidéis que soy descendiente de Felipe V”; que podía, en fin, hacer aquello que le diera la gana, protegido por la campechanía, el casticismo y el gracejo popularque figuraba poseer. El Cametes –como se lo denominaba popularmente en Catalunya, y traducido como el Piernecitas– estuvo convencido hasta casi el final que, mientras él ostentara la Corona, la monarquía estaba asegurada en España. ¿Después? Après nous, le déluge, como había dicho Madame de Pompadour.

A pesar de que, de entrada, no quiso tener una corte formal, es remarcable que, en cuanto se sintió seguro en el trono, Juan Carlos I siguiera con tanto entusiasmo el modelo gamberro e irresponsable de su abuelo. De manera gradual, un entorno de empresarios poco ejemplares y de aventureros varios (no sé si los recuerdan: el diplomático Manuel de Prado y Colón de Carvajal, el falso príncipe Zourab Tchokotua, el traficante de armas Adnan Khashoggi, Javier de la Rosa, Mario Conde y otros compañeros de cacerías, regatas, negocios y francachelas) persuadieron al monarca español de que era perfectamente impune, que tenía barra libre. Y él, que ya estaba predispuesto a ello, se lo creyó. Pero ya no estábamos en el primer tercio del siglo XX, sino en los primeros lustros del XXI; y, después de aquella patética contrición de abril de 2012 (“Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”) llegó, inexorable, la abdicación de junio de 2014.

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Desde entonces, y hasta este mismo fin de semana del regreso temporal del emérito, los nefastos cortesanos se han multiplicado a su alrededor. Algunos, los más conspicuos, lo han ido a visitar a los Emiratos Árabes o le han hecho de anfitriones durante la breve estancia en Sanxenxo. Otros han colgado en el centro de Madrid pancartas de reivindicación de la figura del anterior monarca, como si la modernización social, el progreso material y la integración internacional que el estado español ha experimentado desde 1975 fueran obra personal suya, y no del conjunto de la sociedad. Y han “calculado” que los viajes diplomáticos de aquel al que la familia llamaba Juanito reportaron 62.000 millones de euros y crearon 2,4 millones de puestos de trabajo. Se ve que las repúblicas no tienen política exterior, ni captan inversión extranjera, ni fomentan las exportaciones. Sencillamente, grotesco.

Por cierto, ¿quién diantre forma esta Concordia Real Española promotora de las operaciones propagandísticas mencionadas, y quién la finanza? Los donativos a lobbies ideológico-políticos de este tipo tendrían que ser tan públicos y fiscalizables como los que se hacen a los partidos. De momento, sabemos que su portavoz es... Alfredo Urdaci, el inolvidable jefe de informativos y maestro de manipulación de la RTVE de Aznar. Ya es un dato.

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A un nivel más modesto, hay los pequeños cortesanos que, sin haber tenido ninguna relación especial con Juan Carlos, creen necesario defenderlo por una mezcla de servilismo, lagotería y espíritu estrechamente conservador: no fuera caso que, devorado por el descrédito este eslabón de la cadena, se derrumbara toda la arquitectura del régimen. Es el caso, por ejemplo, del inefable Francesc Granell, que, en su último artículo en LaVanguardia, se sincera: “Los que, con la mayoría silenciosa española, somos monárquicos, deseamos que la presencia del emérito en España sirva para reafirmar el papel de la Corona en la dirección del Estado ...” (las mayúsculas son suyas; el recuento de monárquicos, también).

Sin embargo, y sin darse cuenta, todos estos cortesanos de primera, segunda o tercera categoría le hacen más mal que bien a la institución que pretenden defender; por eso los he calificado de nefastos. Sí, porque a un personaje que, de manera espontánea, no tiene ninguna percepción de culpa, cree que no ha hecho nada malo ni muy diferente de aquello que habían hecho sus antepasados, a alguien así cubrirlo de elogios desmesurados, atribuirle méritos fantasiosos, elevarlo a la categoría de salvador de España después de la dictadura que lo designó, no hace más que fortalecerle el complejo de impunidad, convencerlo de que ha sido víctima de un trato injusto y que su reputación resta intacta. Y, por lo tanto, esto borra de su horizonte cualquier hipótesis de reconocimiento de culpa, de asunción de responsabilidades, no digo penales, pero al menos éticas. Cegado por el incienso de los panegiristas, el emérito no sentirá nunca la necesidad de dar a los ciudadanos aquellas explicaciones que le reclaman incluso desde el PSOE; nos quedaremos, pues, con el lacónico “Me he equivocado. No volverá a ocurrir” que cerró –en falso– la crisis del elefante de Botsuana.

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Una monarquía del PP, Cs y Vox estará sentenciada.