Trabajo: ¿castigo o liberación?
El gobierno español, necesitado de gestos que disimulen el desdibujamiento creciente de la socialdemocracia, ha apostado por la reducción de la jornada laboral, con el rechazo de la patronal y de las derechas, que siempre ven demasiadas concesiones a las clases populares. Dos horas y media menos de trabajo semanal no da para grandes sustos. De hecho, ahora mismo ya hay varios sectores que están por debajo de las cuarenta horas: educación (34,5), administración pública (35,9) y finanzas y seguros (37,2). ¿Por qué no los demás?
Castigo divino, fatalismo, explotación, vía de realización personal, modo de estar en el mundo. La relación de los humanos con el trabajo da para que pueda verse a la vez como un factor de liberación y de sumisión. Lo que sí está claro ahora mismo es que el papel estructural que tiene en la sociedad se está modificando aceleradamente. En gran parte fruto de los cambios en las relaciones de fuerzas dentro de los países y, en el marco global, con el paso de la economía industrial a la financiera y digital.
Vivimos todavía de la memoria del capitalismo industrial, en el que la fábrica era el gran referente y se hablaba de la clase trabajadora como sujeto social y político. Ahora todo está más disperso. De hecho, solo un 16,13% de la población activa catalana va a la fábrica, y un 15,2% de la española. Las variables son imponentes y las condiciones muy diversas: empezando por los autónomos, que son ya 3,3 millones en España y 568.000 en Catalunya. A la fábrica, a la tienda, a la escuela, al despacho, a la administración, a los servicios, a la granja, al campo... se ha sumado la distancia, el trabajo online en expansión, preludio de cambios estructurales que pueden modificar sensiblemente la condición de la empresa como marco compartido. Sin el cara a cara, nada es igual: crece el desconocimiento, se debilitan las relaciones.
A menudo el trabajo es a la vez límite y condición de la libertad personal. Tenemos que poder ganarnos con él la autonomía. Pero la explotación sigue existiendo, como si todavía no nos hubiéramos liberado del fatalismo: te ganarás el pan con el sudor de tu frente. Si hubiera una idea de progreso, sería esta: que el trabajo no fuera un castigo, una carga, sino una experiencia gratificante. Pero es una ilusión que queda muy lejos y, partiendo de las desigualdades actuales, las distancias crecen, con el riesgo de que haya fracturas que marquen nuevas formas de analfabetismo; es decir, de imposibilidad de acceso al lenguaje del presente. Por eso da pánico la destrucción del estado del bienestar que hoy está en marcha, y que ahora mismo se manifiesta en Estados Unidos. Una advertencia que no puede ignorarse.