El trabajo remunerado de cuidados no puede ser seguro
La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, ha anunciado esta semana que finalmente las trabajadoras del hogar serán equiparadas con el resto de trabajadores, en virtud de la reciente aprobación de una norma para la prevención de riesgos laborales. Ya estamos acostumbradas a que la grandilocuencia de los enunciados de la ministra tope con la realidad. Este caso tampoco será excepcional. Pero más allá de las diferencias en derechos, que todavía siguen existiendo, las características de estos trabajos seguirán poniendo en riesgo a muchas trabajadoras. A menos que se busque una solución no privada para el cuidado de los grandes dependientes.
El reciente decreto sobre salud laboral apunta algunas mejoras, pero lleva mucha letra pequeña y algunos brindis al sol, como ocurre en toda la legislación sobre el sector. Por ejemplo, la evaluación de riesgos laborales será realizada por los propios empleadores mediante un formulario online. Sin embargo, buena parte de las personas que figuran como empleadoras son las mismas personas que necesitan los cuidados, muchas de edad avanzada o incluso con problemas de Alzheimer o demencia. Digamos que en estos casos existen pocas garantías de que la norma se haga efectiva.
Se aprueba también un reconocimiento médico para las trabajadoras, lo que parece positivo. Pero sabemos que habitualmente muchas siguen trabajando pese a estar enfermas porque simplemente no pueden permitirse tomarse una baja –por motivos económicos o por miedo a ser despedidas–. El trabajo del hogar y los cuidados es muy exigente físicamente y tiene secuelas en los cuerpos de las trabajadoras, que a veces se medican contra el dolor sólo para poder seguir trabajando. ¿Dónde están las prestaciones para las que no puedan realizar las tareas más duras? ¿Dónde existe la posibilidad de jubilación anticipada que sí se reconoce a otros trabajos con un impacto físico equiparable?
Son muchas las particularidades de un trabajo que se desarrolla en la intimidad de los domicilios, algo que siempre se ha esgrimido para impedir la intervención de la Inspección de Trabajo. Por esta misma falta de controles, existe un altísimo empleo informal. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) habla de un mínimo del 30% de todas las trabajadoras. Buena parte se ejercen además en el trabajo de interna, sobre todo las que carecen de papeles –que esperan que sea una vía de regularización–. Pero aunque su trabajo sea formal, su descanso no está garantizado por ley. Ni siquiera existe un registro oficial de entradas y salidas. Lo que suele ocurrir además en el cuidado de personas mayores es que aunque se cumplan las 36 horas de descanso continuas, el resto del tiempo deben estar disponibles cada noche y ven interrumpido el sueño con frecuencia. No hay trabajo igual. Pensemos por ejemplo cómo están compensadas, tanto monetariamente como en tiempo libre, las guardias de bomberos o médicos.
Hay mucho trabajo informal y no se cumplen los derechos de las trabajadoras para que, seamos realistas, mucha gente que necesita cuidar o ser cuidada no podría pagar este servicio. ¿Cómo remunerar lo que realmente valdría la atención a un anciano que necesita cuidados 24 horas? ¿Y si tiene además problemas de salud mental? Sólo hace dos años que las trabajadoras domésticas tienen derecho al paro u otras prestaciones básicas y ese retraso se ha producido precisamente para mantener este servicio lo más barato posible. Hoy, incluso, su contratación está subvencionada por el Estado. Todo ello porque es la solución que se ha dado para que las mujeres de clase media puedan compatibilizar sus puestos de trabajo y cuidados en casa, o las familias ocuparse de sus dependientes. La respuesta a las contradicciones sociales del cuidado no se ha ofrecido mediante un sistema público que se garantice de forma universal, sino mediante un acuerdo anormal de explotación que recae en las trabajadoras. Por eso muchos de estos puestos de trabajo difícilmente podrán ser jamás seguros o tener garantías de justicia.