La tragedia de la cultura
Me imagino al infierno como una especie de hospital para enfermos de soledad y donde sólo se oye la palabra yo. Todos los enfermos están condenados a repetirla espasmódicamente, pero cada vez que lo hacen aumenta la distancia que les separa.
He defendido a menudo que las tecnologías son prótesis antropológicas que amplifican lo que somos. Ya no lo veo tan claro. Lo que ahora me resulta más llamativo es la aceleración protésica. Sea cual sea la prótesis que estás comprando, ya existe alguna nueva versión a punto de comercializarse. El efecto paradójico de esta aceleración es la degradación de lo bueno ante lo nuevo. Lo bueno es poco comercial, porque resiste la obsolescencia no tanto del producto como del deseo. El objetivo del marketing es la manipulación comercial de la conciencia de lo posible en un consumidor permanentemente insatisfecho.
Lo que realmente hay en el mercado no son cosas, sino la metamorfosis de nuestro deseo. Por esta razón, la suma de progresos tecnológicamente parciales no nos da para un progreso que nos harte. El progreso se mide por el crecimiento de nuestro apetito. O, dicho de forma políticamente más correcta, por la confianza del consumidor. Cada generación ha tenido que aprender a trabajar con nuevas prótesis, pero ahora, mientras leemos los manuales de instrucciones, miramos de reojo al futuro.
Esta situación es, en mi opinión, una manifestación de un fenómeno mayor, que Georg Simmel llamó "tragedia de la cultura".
Podemos distinguir entre lo que llamaremos Cultura, con mayúscula, y cultura, con minúscula. La Cultura recogería la totalidad de las creaciones del espíritu humano (lengua, ciencia, religión, derecho, tradiciones, etc.). Podemos imaginarla como biblioteca ideal que recoge la totalidad del patrimonio de la humanidad. La cultura es el proceso de subjetivación, personal e intransferible, de la cultura. La Cultura es la lengua catalana y la cultura mi habla; la Cultura es la música de Benet Casablancas y la cultura mi gozo al escucharla.
La Cultura siempre ha sido inalcanzable, pero hoy, cuando el proceso de subjetivación es mucho más lento que la aceleración acumuladora de la Cultura, somos como náufragos en el océano Cultural. La tragedia de la C/cultura explica este creciente desequilibrio entre la información disponible y mis limitadas capacidades para entender incluso la dimensión de lo que existe a mi disposición. La conciencia de la información que me rodea es mucho más reducida que el mundo cultural que realmente me rodea. E incluso para transformar la información asequible en conocimiento necesito un criterio que me permita cribarla. Pero como soy una aguja en un pajar y no tengo ninguna forma de conseguir una representación de mi ignorancia, mi criterio es como una red con agujeros demasiado grandes en la malla. Hasta no hace muchos años, para formar nuestro criterio necesitábamos mediadores culturales (maestros, bibliotecarios, intelectuales, medios de comunicación...). Ahora, la conciencia de la precariedad intelectual ha afectado a nuestra confianza en los mediadores culturales y acudimos a los buscadores de internet ya la IA.
De esta situación ha surgido la pretensión pedagógica, completamente descabellada, de prescindir de conocimientos factuales (porque, según se nos dice, "todo está en internet") y dedicar la escuela a la adquisición de competencias generales. Esto significa la renuncia a nuestra memoria y su sustitución por exomemorias tecnológicamente muy potentes, pero en las que la información sustituye al conocimiento (la subjetivación). En internet está, efectivamente, todo... menos lo realmente importante: nuestro criterio para diferenciar el grano de la paja. Es absurdo pretender tener una competencia general en deportes y no saber jugar a ninguno. Es imposible alcanzar la condición de experto sin haber pasado por la de aprendiz.
Lo que hay que hacer, si la Cultura universal se nos aleja, es fortalecer la cultura común, que es como la lengua franca en la que todos los saberes pueden comunicarse entre sí. Michael Tomasello nos advirtió ya de que la capacidad de crear una base conceptual, simbólica, estética e incluso sentimental común es una dimensión absolutamente crítica de la comunicación humana. Añado que la cultura común se ha convertido hoy en el único remedio para evitar que el mundo se convierta en un infierno de hablantes aislados por su proceso individual de subjetivación. Hay que recoger el testimonio de Lluís Duch y persistir en apalabrar el mundo. Pienso, obviamente, en Cataluña y España, pero especialmente en Europa. Necesitamos con urgencia una unión simbólica europea.