La transparencia y otras ilusiones

Recientemente, el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, anunció la posibilidad de establecer un nuevo marco legislativo donde se hiciera pública obligatoriamente, con todos los eres y uts, quiénes son los propietarios de los medios y cómo se financian. Asimismo, planteó también una reforma de la publicidad institucional, que en algunos casos implica la práctica totalidad de los ingresos de ciertos medios. En el fondo de todo ello gravita la cuestión de la responsabilidad legal, y también política, de la ingente cantidad de mentiras, mistificaciones, insinuaciones malintencionadas, etc. que el flujo informativo digitalizado ha elevado a dimensiones nunca vistas (y parece que la cosa no ha hecho más que empezar). Tal y como se plantea, ¿el proyecto de Sánchez es factible? Yo creo que no, y por distintas razones.

La primera tiene que ver con la propiedad de los medios, sea directa o participada. En febrero de 2006, el periodista Luis María Anson, fundador en 1998 del diario La Razón, se desvinculó del grupo empresarial Planeta porque, según explicó, la adquisición del diario Hoy le generaba "graves problemas de conciencia". Esto significa, pues, que durante un tiempo, la publicación periódica en ese momento más representativa del nacionalismo catalán era del mismo propietario que uno de los diarios prototípicos del nacionalismo español conservador. Anson, por cierto, provenía delABC, un diario que durante la Guerra Civil hacía dos ediciones con contenidos antagónicos: una en la España de Franco y otra en la zona republicana. Podríamos continuar con otros ejemplos, pero creo que no es necesario: hay una lógica empresarial y también hay una lógica periodística. Son diferentes, pero cuando a la fuerza confluyen generan una percepción muy incierta sobre la forma en que rueda un engranaje que siempre complejo y cambiante.

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La segunda objeción hace referencia a la ingenua posibilidad de legislar la verdad más allá de ciertas cuestiones relacionadas con la salud pública, la seguridad, etc., o bien con otras que ya recoge de forma suficientemente nítida el Código Penal (por ejemplo, la difamación) y que, por tanto, no es necesario sobrelegislar. Es evidente que si un medio emite informaciones manifiestamente falsas con la intención de boicotear un producto o perjudicar a una persona pública debe ser sancionado. Ahora bien, esta sanción no deriva tanto de la motivación del difamador como de haber vulnerado un determinado artículo del Código Penal. Quiero decir, para entendernos, que si alguien hace público que tal político trafica con drogas o tiene pornografía infantil en su ordenador, y eso es falso, da igual que lo haya hecho para sacarle una ganancia periodística, porque el difamado le cae mal, o ambas cosas a la vez. Conocer la identidad de los accionistas de ese medio puede ser muy interesante, sin duda, pero la infracción legal es la que es (con la salvedad de los delitos de odio, donde la motivación sí cuenta). Más allá de eso, ningún gobierno democrático puede permitirse el lujo totalitario de un orwelliano Ministerio de la Verdad. Éste es un límite innegociable.

En tercer lugar, determinar, hoy, quién ha sido el responsable de un rumor malintencionado leyendo editoriales de periódico o escuchando a noticiarios radiofónicos es más bien ridículo. El flujo informativo, como es evidente, ya no está determinado sólo por los medios de comunicación ni tiene que ver a la fuerza con las intenciones de sus accionistas o propietarios. Cualquier chiquillo con un móvil puede expandir un rumor a escala planetaria con una velocidad nunca vista, y gratis. Evidentemente, esto también puede hacerlo alguien que no es un chiquillo aburrido, sino que sabe lo que se hace. Sin embargo, identificarlo es cada vez más complicado.

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Una consideración final. Se exige transparencia en todas partes y en todas horas, pero se olvida que es a veces la excusa perfecta para ser deshonestos con buena conciencia. La base de la prestidigitación no es, como creen algunos, la ocultación, sino justamente la transparencia. Cuando el mago dice que nos fijamos en que él no toca ninguna carta, lo que quiere, en realidad, es que no nos fijamos en lo que está manipulando bajo la mesa con la otra mano. Digo esto en relación con la publicidad institucional, por ejemplo. Ahora mismo, la sospecha no debería recaer tanto en el medio sino en la institución que, en muchas ocasiones, lo utiliza instrumentalmente. ¿Quién determina si una publicidad es institucional o es pura propaganda encubierta de un partido político concreto? Esta tomadura de pelo delictivo –consiste en desviar fondos públicos– se basa en la transparencia: examinamos con tanta atención el medio que nos olvidamos de analizar críticamente el mensaje. Un gran truco, sin duda.