Trump's Story
La moda del storytelling, dice Byung-Chul Han, deriva de un vacío narrativo, de una falta de orientación y de sentido. El storytelling es el arte de contar historias con el objetivo de transmitir mensajes emocionalmente. Lo que cuenta no son los argumentos ni la veracidad de la historia contada, sino la capacidad de conmover. Pensé en ello la semana pasada mientras presenciaba en directo, con cierta incredulidad y estupefacción, la escena de la pizarra de Donald Trump. Todo parecía una parodia. La aparición inesperada del trabajador con chaleco reflectante tenía, incluso, un punto de irrealidad. Sea como sea, Trump hizo uso del storytelling con eficacia. El mensaje no iba dirigido al mundo –si así fuera, habría sido bastante diferente– sino a sus votantes. El pregón urbi et orbi lo desplegó en los días posteriores, dejando caer que todo es negociable, etc., pero que para hacerlo en condiciones es necesario partir de una posición ventajosa. El hombre, al menos, es franco, o cínico.
Lo que más me interesó, en todo caso, fue el discurso dirigido directamente a sus incondicionales (y también, de forma indirecta, al conjunto de los estadounidenses). En la medida en la que es autocomplaciente y un punto heroica, la historia resulta irresistible. Parte de una nebulosa de preguntas tácitas, del tipo: ¿cómo puede ser que en lugares donde antes vivíamos tan bien haciendo coches ahora haya ciudades decadentes y semiabandonadas? Hay que subrayar que no se trata de un lamento, sino de un reproche, y es justamente este matiz lo que hace que la historia narrada por Trump tenga una segunda parte basada en una respuesta viejísima: la culpa es de los demás porque no nos compran coches, nos tratan mal en términos comerciales, etc. Y llega, en tercer lugar, el final feliz: todo esto lo solucionaremos a palos arancelarios. En definitiva: presentación, nudo y desenlace, como los buenos relatos. Los europeos seguramente habríamos añadido matices, apostillas y notas a pie de página para poder crear después una comisión de veintisiete miembros que solo puede avanzar cuando existen confluencias unánimes, etc. Trump lo sabe, y por eso se ríe.
El relato de Trump es una simplificación primaria y torpe, pero funciona. Incluso si todo esto termina, como es previsible, con un disparo al pie inflacionario de grandes dimensiones que pagará sobre todo la clase trabajadora estadounidense, la historia se autojustifica en términos de dignidad nacional. La otra versión de los hechos, la que más se acerca a la realidad, no resulta asumible, en cambio, para sus votantes. Es la siguiente: impulsamos proactivamente la globalización, pero, a diferencia de los chinos, que han recolonizado la África negra sin un solo tiro, a nosotros nos ha salido por la culata, el tiro. Aunque resulte esencialmente verídico, este relato es triste y feo; nadie lo compraría. Ningún problema: contamos otro blandiendo una pizarra, y a correr. Cuando todo se ha vuelto arbitrario, evanescente y contingente –afirma Byung-Chul Han en La crisis de la narración–, el storytelling se hace sentir con mayor fuerza que nunca. Los argumentos llevan a la reflexión, lo que puede transformarse en discrepancia; las buenas historias, en cambio, aglutinan. Y si son tan esquemáticas como la que explicó el otro día Trump, mejor aún. La hegemonía cultural de Estados Unidos es el resultado, en parte, de su innegable capacidad de contar historias. No sería exagerado afirmar que fue el western lo que originó los Estados Unidos del siglo XX –es decir, su mitología nacional– y no al revés.
Hoy, los europeos ni siquiera podemos soñar con competir en estos Juegos Florales que comprometen el futuro por medio de una interpretación acomodaticia del presente. Hace poco hemos visto un ejemplo más o menos patético a través del relato rudimentario del kit de supervivencia, que no deja de ser una historia truculenta para justificar un aumento del gasto en seguridad más o menos inevitable. A diferencia de la pizarra de Trump, que detrás tiene una historia inventada, pero clara y rotunda, la estupidez del kit parte de un relato confuso, errático y dubitativo, como todo lo que segrega la somnolencia de la burocracia europea. Pese a su planteamiento falaz, la pizarra americana funciona mejor que estas películas de miedo europeas de serie B. Es asertiva y directa, mientras que las historias de Ursula von der Leyen son indecisas y retráctiles. Hasta que no invente su propio western, su mitología, Europa será una narrativa descabezada. Si Trump llegara a participar algún día en calidad de guerrero sioux, entonces se cerraría un círculo perfecto.