¿Turismofobia o autodefensa?
La recuperación y expansión casi exponencial del turismo después de la pandemia lo ha llevado a límites insostenibles. La industria sobre la que descansa se ha hecho adicta al crecimiento, al igual que los gobernantes, a los que les gusta jactarse de la superación anual de todo tipo de récords de unos visitantes que cada vez resultan menos estacionales y que saturan las ciudades globales y todo tipo de destinos. Hasta cierta escala, la recepción turística puede complementar otras actividades económicas y ser compatible con la vida normal de la ciudadanía. A partir de ciertos límites –y hace años que en muchos destinos se han superado–, el fenómeno de la turistificación convierte los lugares en inhabitables tanto por la imposibilidad de contener unas hordas crecientes como por la gentrificación de los centros de las ciudades y expulsión de los residentes que no pueden hacer frente a los precios de la vivienda. Turistificar implica superar la capacidad de carga de ciudades o parajes y transformar la realidad del espacio urbano, del comercio y de los servicios, que se encaran exclusivamente a los turistas. Todo es comercio y entretenimiento mientras los servicios urbanos quedan desbordados. España presume de haber tenido en el último ejercicio a 84 millones de visitantes extranjeros, lo que nos pone muy cerca de superar a Francia como primer destino del mundo. A Barcelona vienen 30 millones de turistas cada año. Se ha desbordado la capacidad de carga. La ciudad ha perdido buena parte de su armonía y de sus encantos. Venecia ha visto marcharse al 60% de sus habitantes porque se ha convertido en insoportable para quien no tiene un negocio turístico, mientras que hay que superar turnos de entrada para acceder. Ámsterdam ha puesto en marcha campañas de marketing inverso pidiendo a los posibles viajeros que desistan de ir, que marihuana y prostitución hay en todas partes. Ni así lo logra.
En varios lugares de España, y también en otros países, empieza a existir un fenómeno que sin duda irá en aumento, como es la movilización para que se frene la recepción de turistas, que hace imposible el mantenimiento de la vida convencional en los sitios donde el turismo se ha desbordado como un castigo divino. No es una cuestión estética o de tener la piel muy fina. El imperativo del movimiento que se nos ha impuesto hace que viajemos no solo por encima de nuestras posibilidades, sino sobre todo de las de los territorios y el medio ambiente. En las Islas Baleares no se puede vivir. Los profesionales que van a trabajar, como médicos o maestros, no pueden pagar una vivienda. Los espacios naturales de mayor interés han dejado de ser accesibles y naturales porque se congregan miles de personas cada día. Cosas similares ocurren en Canarias. Madrid o Barcelona compiten por captar eventos que potencien su imagen de marca (torneos de tenis, salidas del Tour, competiciones de motos o automóviles, conciertos de Taylor Swift o Bruce Springsteen, la Copa América, etc.). Una evolución de la ciudad residencial hacia la ciudad espectáculo, creando relatos e iconos deseables para su visita y fotografía.
A pocos cientos de metros de la inconcebible exhibición de la Fórmula 1 y los valores que representa en el eje del comercio del lujo de Barcelona, en Ciutat Vella la suciedad, la marginalidad, la pobreza y la exclusión campaban libremente. Esto es la ciudad neoliberal, claramente segregada y deshumanizada. Puede que tanto barceloneses como turistas estén encantados por el espectáculo adicional que se les proporciona de forma gratuita. Son la cultura del entretenimiento y el mensaje de que la privatización del espacio público no tiene ningún tipo de problema.
Los ciudadanos se sienten desposeídos de lo que era suyo y que habían contribuido a construir: el encanto y la singularidad del lugar. Todos se convierten en parques temáticos para el disfrute relativo de unos pasavolantes que, dicen, dejan dinero a su paso. En realidad, la parte del león de la industria turística se la llevan las grandes cadenas hoteleras, las plataformas de internet a través de las que contratamos servicios y las compañías aéreas. Las compras y la restauración en destino son solo una escasísima parte. La creación de empleo es de muy baja calidad y, a menudo, temporal. Lo que sí quedan son los –muchos– efectos colaterales que genera tanta peregrinación. El turismo masivo hace una función de saqueo de los sitios y de su gente: en realidad es una industria extractiva. Cuando los ciudadanos se movilizan, en realidad lo hacen como autodefensa, para poner sobre la mesa el debate sobre la función real que debe tener la ciudad y también su territorio, si debe prevalecer el bienestar de la gente que vive en ella o bien el negocio. Que estas expresiones se las califique de turismofobia dice mucho de cómo el lobi del sector fija el lenguaje y el relato. Un apelativo despectivo que el periodismo también ha hecho suyo, pero que está lejos de definir de forma justa estos movimientos. La crítica es al exceso, no a que venga gente de fuera.