La única salida que le queda a Pedro Sánchez
Pedro Sánchez está contra las cuerdas. Los casos de corrupción que salpican a dos de sus colaboradores más directos, los ex secretarios de organización del PSOE, José Luis Ábalos y Santos Cerdán, han dejado sin aliento al presidente español, que ha perdido la credibilidad y el control de la situación. Y como todo es susceptible de empeorar, el enfrentamiento público con Donald Trump a propósito del gasto militar es una jugada de recorrido incierto que puede darle muchos dolores de cabeza.
Sánchez se ha caracterizado, durante toda su trayectoria, por tomar decisiones audaces en momentos críticos. Pero, para remontar la crisis de credibilidad y honorabilidad a la que está sometido, sólo le queda una última salida: anunciar solemnemente que dimitirá y convocará elecciones si se demuestra que él también ha estado implicado en la trama y lo ha tolerado–. Cualquier otro mensaje ambiguo será interpretado como una muestra de debilidad de alguien que no es fiable.
En política, la credibilidad sólo se gana arriesgando, superando momentos difíciles. Y si el presidente no quiere que todo su legado se hunda con él, debe jugar fuerte, estando dispuesto a perderlo todo. Dar ese paso supondría un acto de valentía inédito en política. Ciertamente, sería esclavo de sus palabras, pero solo así puede dejar claro que no se trata de una corrupción estructural dentro del PSOE, sino de un episodio personal y lamentable de dos figuras que traicionaron la confianza del presidente y abusaron de los cargos que se les había confiado.
El mecanismo normal en un sistema parlamentario para salir del pozo en el que se encuentra Pedro Sánchez sería someterse a una moción de confianza, pero ese escenario parece poco realista. El rompecabezas que hasta ahora ha sostenido la mayoría parlamentaria es frágil e inestable: Sumar y Podemos son un campo de minas, y los partidos independentistas catalanes no darán un cheque en blanco. Y no se puede olvidar que todo cuelga de un hilo, porque la mayoría viene de un voto, contando el del todavía diputado Ábalos.
Como lo han hecho antes los independentistas, ahora son Sánchez y el PSOE quienes prueban el jarabe del lawfare. Hoy, todo el entorno personal del presidente tiene problemas judiciales: desde su esposa y su hermano hasta su mano derecha en el gobierno, el ministro Félix Bolaños. La estrategia del PP es, como siempre, la de judicializar la política, porque sabe que la cúpula judicial juega a su equipo. Debilita a los adversarios y alimenta cada escándalo, cada investigación y cada titular en una estrategia de desgaste que busca erosionar, día tras día, la legitimidad del gobierno.
Paradójicamente, esta semana negra pudo haber sido un hito positivo para Sánchez. El Tribunal Constitucional ha avalado la ley de amnistía, la pieza clave que sirvió para desbloquear la legislatura y afianzar apoyos. Pero la política tiene giros de guión inclementes. El empuje político que le da el TC para legitimar la decisión política más difícil que ha tomado queda eclipsado por el escándalo. Además, el visto bueno del Constitucional también aleja el temor de que una mayoría del PP y Vox pueda maniobrar para dejar los efectos de la amnistía en papel mojado, y eso, de rebote, hace que Junts y Esquerra puedan desentenderse más fácilmente de la suerte del PSOE.
O Sánchez juega fuerte o la anemia de un gobierno sin credibilidad, sin iniciativa y sin aliados allana el camino de una mayoría de la derecha y la extrema derecha, en la línea de lo que ocurre en la mayoría de los países occidentales. Ya hemos visto muchas veces que la corrupción no pasa factura electoral al PP, porque, pese al rosario de casos destapados y las condenas firmes que ya existen, por chocante que resulte, su electorado suele disculparle todo esto. En cambio, cuando la corrupción salpica a las filas progresistas, la desmovilización del electorado acaba suponiendo un castigo severo en las urnas, que esta vez aprovechará más que nadie el populismo y el oportunismo que encarna Vox.
Pedro Sánchez no puede quedar paralizado, aguantando la respiración por si aparece otro escándalo o nueva grabación incómoda. Si realmente no tiene nada que esconder, debe dar un paso adelante y proclamarlo sin ambigüedades, asumiendo riesgos y dando la cara. Lo que está en juego no es solo su liderazgo o el futuro del PSOE, sino la resistencia de un espacio político progresista frente a una ola reaccionaria que crece sin cesar. La carencia de reacción abriría aún más rápidamente un nuevo ciclo político protagonizado por una derecha reaccionaria que se alimenta de la desafección y el descrédito.