Vejar a las mujeres: tres casos

Cuando una mujer protagoniza un hecho, el discurso público versará sobre su cuerpo y su psicología, como una emanación al servicio de la fantasía masculina. Categorizar a las mujeres como "monstruosas" es una estrategia de distorsión de los hechos y de misoginia clásica. En una misma semana, Donald Trump ha llamado a Greta Thunberg "loca", "problemática", "irada", "enfurecida", y la plana mayor delalt-right catalana le dedicaba a Eva Piquer, que ha presentado su libro Difamación, adjetivos como "débil" o "furiosa". ¿Por qué una mujer furiosa les resulta tan amenazante? ¿Por qué este gesto de infantilizar a las mujeres como si no fueran soberanas de sus acciones? La mujer furiosa es una mujer incontrolable, insubordinable al caudillo oa la lógica militar del control. La mujer airada organiza las razones desde la fuerza y ​​el discurso, no desde los atributos que, tradicionalmente, se han asociado a las mujeres, como la compasión, la discreción o el sentimentalismo.

Greta Thunberg acababa de ser liberada de la cárcel de máxima seguridad israelí Ketziot. Llegaba seria, pronunciando un discurso que enfatizaba que lo importante no era ella, sino los miles de palestinos asesinados, condenados al hambre o en la cárcel ante la inacción de los gobiernos. El discurso paternalista de Trump indicaba que Thunberg necesitaba ver a un médico porque no podía controlar su "ira", su "locura". La mujer que no se controla es un fallo del sistema. John Berger dice a Modos de ver que ser mujer ha sido nacer para ser mantenida por los hombres en un espacio previamente asignado. La mujer siempre debe contemplarse y juzgarse, incluso cuando cruza la habitación o llora por la muerte de su padre. La mujer es la tutelada, como rezaba el franquismo.

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En 1900 el neurólogo PJ Moebius escribía La inferioridad mental de la mujer, inspirado por textos como La mujer normal, la criminal y la prostituta, de Cesare Lombroso. Asimismo, la conservadora sociedad victoriana inventó la "histeria femenina" como una forma de recluir a las mujeres en una categoría vinculada con la enfermedad, la desviación y la inutilidad. Según George Didi-Huberman, los histéricos sufren de reminiscencias, es decir, de traumas o recuerdos dolorosos mal resueltos. Desde este punto de vista, el hombre ejerce una doble violencia: imprimiendo una experiencia dolorosa y, al mismo tiempo, culpabilizando al sujeto que la sufre por manifestar, corporal y expresivamente, este desajuste. La histeria se curaba a través de procedimientos como la hipnosis, las limpiezas vaginales o la histerectomía (la extirpación del útero). Así, la supuesta enfermedad era inseparable del cuerpo de la mujer como instrumento del que el hombre podía disponer a voluntad. No hace falta ir hasta el siglo XIX. También este octubre, estamentos religiosos y políticos vinculados al PP de Madrid ya Vox empezaron a hablar del "trastorno posturamento" que, supuestamente, incluía la depresión, la ansiedad, el consumo de drogas y alcohol y los pensamientos suicidas. Esta mentira forma parte de la misma historia que Silvia Federici sitúa en el siglo XVI, cuando se vivió una involución en cuanto a derechos sobre los cuerpos de las mujeres. La tutela respondía a la acumulación capitalista: la mujer iba a ser un instrumento de reproducción demográfica, de provisión de mano de obra. Los médicos, entonces, sustituyeron a las parteras, "los úteros se transformaron en territorios políticos", dice Federici. Así vemos cómo los hombres se han hecho suyo el derecho a decidir, no sólo sobre la descripción de los cuerpos de las mujeres, sino sobre su manipulación.

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Gisèle Pelicot fue drogada y violada por su marido a lo largo de diez años, junto a más de cincuenta hombres. Todos ellos fueron llevados a juicio. También esta semana hemos visto a Pelicot volver a los tribunales, ya que uno de los acusados, Husamettin Dogan, recurrió la sentencia diciendo que había sido "víctima" del sr. Pelicote. La respuesta de Gisèle fue: "¿Víctima de qué? La única víctima en esta sala soy yo. Asume la responsabilidad de tus actos y deja de escudarte en tu cobardía". En este contexto la palabra víctima adquiere todo un nuevo sentido. Ya no es lo que subraya el cuerpo dañado, maculado, sino la manifestación de una lucha por poder juzgar al otro, una lucha por la restauración de los hechos y del lenguaje, y con ello, de la dignidad. Decir, cómo hacen Pelicot o Thunberg, o escribir, como hacen muchas, es importante. Luego vendrá la promoción, la industria de la atención pública, el gallinero... pero esto no desvirtúa el gesto de recuperar el poder de enunciar y denunciar las vejaciones machistas. El propio Didi-Huberman, cuando estudió los campos de concentración, destacó que lo que habían hecho los nazis era un infierno fabricado por hombres para desaparecer la lengua de sus víctimas. Los contextos no son comparables pero en todos los casos la palabra se pone en juego. Impedir el habla o cancelar implica aceptar que esa cancelación pueda ser usada a discreción. Por eso recuperar la lengua a través del testimonio es fundamental. Thunberg y Pelicot no parpadean a la hora de hablar, evitan cualquier sonrisa complaciente, no admiten condescendencia ni victimismo, vienen de su empeño, son aguafiestas –como diría Sara Ahmed–; reafirman la vida mostrándose dispuestas a consumirse a sí mismas, a darse ilimitadamente, a quemar en sacrificio –como diría Bataille–; su fuerza radica no en ejercer el poder sino en declararlo baladí. Un sacrificio nada baldero, una predicación ejemplar. Si estos testigos impresionan es porque vislumbran el dolor del que provienen y su decisión de vaciar toda su casuística particular para elevarla al rango general, allí donde los cuerpos de tantas mujeres son convocados, todas las heridas que existían antes de mí –para parafrasear a Hélène Cixous y Laura Llevadot–, de nosotros. ¿Por qué una mujer herida que habla claro resulta tan amenazante, hasta el punto de pedir su reclusión médica? Toda impugnación histórica da miedo, porque si bien no puede eliminar la violencia, sí que erosiona poco a poco sus fundamentos.