Viejitos afables (y asesinos)
Petra tenía 78 años. No le tocaba morirse, todavía, pero el pasado 28 de junio, en Fuengirola, su marido la estranguló. Presuntamente, claro, siempre presuntamente, si no queremos ir nosotros a prisión, aunque el señor llevaba todavía el calor de la sangre detenida de Petra en sus manos cuando lo detuvieron y había dejado una carta de despedida antes de intentar suicidarse. Ya podrían invertir el orden de sus actos, estos nihilistas del machismo que cumplen con la amenaza tantas veces repetida en cualquier casa habitada por este tipo de déspotas domésticos: “Te mataré y me mataré yo”. Los vecinos, como suele ocurrir en estos casos, se muestran sorprendidos, conmocionados y nunca habrían imaginado que Petra pudiera tener ese final porque al buen señor no se le conocían actitudes violentas. Por supuesto que nosotros tampoco podemos saber lo que ocurría dentro del matrimonio, pero tenemos demasiada información, conciencia y precedentes para pensar que se trataba de un caso de violencia machista con desenlace de feminicidio. Un caso especialmente impresionante porque Petra tenía 78 años y no le tocaba morirse, no.
Siempre que en las noticias nos anuncian el asesinato de una anciana pienso en la primera vecina que tuvimos cuando llegamos a Vic. No recuerdo su nombre ni sabría hacer una descripción porque su imagen se me hace borradora, pero sí la veo como parte de aquella extraña pareja que vivía en el piso de abajo y que salía a menudo en el patio donde él, viejo decrépito y tembloroso, le daba de vez en cuando un puñetazo en los hombros. O le gritaba. No sé si ella era pequeña o es que se encogía de dolor. En aquellos tiempos de eso no hablaba nadie. Los violentos o lo eran de natural y debían ser tolerados (ya sabes cómo es), o eran los demás, los moros, y quedaban lejos con sus costumbres salvajes. Aquí salvajes, déspotas sádicos que no pueden vivir sin infligir dolor a la mujer, no había. Y sigue sin haber ahora. Hasta que abrimos el diario y la mujer asesinada tenía 78, 88, 98 años. Y nadie sabía nada y nadie hizo nada. Ni siquiera los hijos que debieron de ver de cerca las escenas de violencia física, la constancia de la violencia psíquica y el sometimiento continuado en el tiempo de la propia madre en manos del padre. Quizá sea lo más difícil de romper: el silencio impuesto por el maltratador que enreda así en la telaraña del miedo y la vergüenza a aquellos que seguro se compadecen del sufrimiento de quien les ha dado la vida. Las madres nunca lo dirán, pero quizás una parte importante de su sufrimiento, que se transforma en una pieza más del engranaje del terror cotidiano, es descubrir en los hijos una cierta complicidad con el verdugo, sea explícita o tácita. Parirlos tú misma, nutrirlos en tu cuerpo y cuidarlos para que un día se te pongan en contra o ni se inmuten delante del terrorista. Quizás porque ellos también han mamado en ti el miedo y, como tú, no saben cómo romper los límites del campo de influencia del padre.
Y es que las posibilidades para los hijos de maltratadores son dos y solo dos: o se posicionan a favor o en contra del miserable. Pero el dilema es tan difícil que lo que más abundan son las actitudes ambivalentes que se acentúan a medida que pasan los años. ¿Quién puede ver en este anciano encorvado y frágil a un peligro mortal? Choca que un anciano pueda matar a su mujer porque asociamos debilidad física con bondad, pero el que ha sido un malnacido toda la vida no deja de serlo solo porque los años lo tuerzan. Cuando leo que la víctima ya transitaba en el último cuarto de siglo siempre pienso lo mismo: que fue una mujer que pasó toda su larga vida, décadas y décadas con sus días interminables y sus horas de angustia, sometida y siempre alerta, con el corazón en un puño, mortificada y disimulando vergonzosamente lo que ocurría dentro de casa. Sí, sí, pobre viejito afable... y asesino.