El verano infectado
Francesco Piccolo escribió hace quince años un libro ligero y agradabilísimo en el que relataba "momentos de inadvertida felicidad". El olor del pan cuando sale del horno, el momento en el que se apagan las cafeteras, el hallazgo de una piedra especial en un paseo por la arena, las manos llenas de aceite cuando no puedes dejar de comer cacahuetes durante el aperitivo, el bis de un concierto extraordinario, cuando dobla la esquina la persona que esperas, el chaparrón breve que ha regado la calle... Minucias de las que querría llenar una vida despreocupada de unas semanas veraniegas.
Pero, para disfrutarlo, tendré que desvincular el vivir de mi preocupación por el mundo, por lo colectivo, por lo que nos afecta a todos y no nos deja recordar tan a menudo como quisiera que hay momentos de inadvertida felicidad. Para disfrutarlo deberían desaparecer los insultos, las proclamas violentas, y los soldados que –como en el poema de Josep Carner– no haría falta que fueran demasiado de verdad.
Lejos de mi deseo veraniego, me declaro noqueada desde hace días por la enésima evidencia de más que posibles delitos de avaricia por parte de privilegiados que viven mejor que la mayoría de la sociedad y hurtan, por codicia incontrolada, lo que nos pertenece a todos, con la ingenuidad de quien cree que su método será infalible y no se sabrá nunca.
Podría entrar en los detalles, pero no quiero hacerlo. Quiero escribir con letras que chillen que, cada vez que hay un caso de corrupción en los cargos de representación política, alguien traiciona nuestra confianza. Nuestra: lo digo en plural porque no creo que sea la única dolorida, noqueada.
Siempre que alguien vende lo que es de todos no decepciona solo a los más cercanos; decepciona a toda una sociedad a la que le gustaría recuperar viejos discursos sobre ética e integridad pública. Siempre que alguien se deja arrastrar por la codicia infinita atenta gravemente contra la causa que creemos compartir, aunque esta causa sea tan genérica como la honestidad de quienes se han presentado ante el pueblo en una lista electoral pidiendo el voto.
Se resquebraja la idea de causa común. Se resquebraja el ideal compartido de los demócratas. Se resquebraja hasta la raíz el consentimiento democrático que otorgamos cuando, una y otra vez, llamamos a ir a las urnas como gesto de responsabilidad cívica.
Entonces es cuando gana terreno la idea de que los humanos no tenemos remedio, o quizás aún peor: la sensación de que se ríen de quienes mantenemos los ideales, la integridad –cosa que consideran de incautos–. Es como si hubieran conseguido que los papeles se invirtieran, porque son los cargos públicos quienes tienen que dar seguridades, y no la ciudadanía quien tiene que buscar, en el pozo de la esperanza, la voluntad renovada de creer en el interés general.
El imperio de la fatalidad nos empuja hacia el más rabioso individualismo, y entonces los captadores de insolidarios ganan; sacarán provecho electoral. Sacarán rédito, precisamente, quienes deslegitiman la política de respeto y esperan poder acceder al poder chupando toda la felicidad perdida.
Quien se corrompe no atenta tan solo contra sus compañeros de partido o de Parlamento, atenta contra la dignidad humana y su imperativo solidario. Atenta contra el fundamento de la democracia.
La traición de los corruptos provoca heridas más profundas a quienes hacen de la redistribución la base de su pensamiento político. Y ahora, hundidos en la decepción, paralizados por la rabia, noqueados por el dolor, nos sentimos avergonzados sabiendo que, sin embargo, tenemos que levantarnos para evitar que el daño infligido destruya todo lo que hemos construido.
Pero no podemos callar cuando descubrimos que en el subsuelo, cuando no hay miradas públicas, el lenguaje y los hechos desprenden un olor fétido insoportable de machismo y de abjuración de toda sensibilidad hacia lo que, en público, son promesas de igualdad. No podemos callar y aceptar sin que se nos remuevan las entrañas la vileza de la pérdida del respeto obligado a las normas que debería mantener cualquier cargo de elección democrático.
Koldo-Ábalos-Cerdán hieren especialmente porque se esforzaron mucho por ocupar espacios estratégicos desde donde traicionar; Montoro y los 27 más que lo acompañan, porque han creado una máquina de modificar leyes a medida de quien pague más. González Amador por ser un millonario hecho en los difíciles momentos de la pandemia, que la codicia enfermiza no le permite pagar los impuestos proporcionales del enriquecimiento. Actos miserables, una y otra vez. Una y otra vez. El calendario judicial determina que en los próximos cuatro años deben juzgarse 31 casos de corrupción política.
Levaremos la cabeza de la lona porque no claudicamos en la exigencia de nobleza y honestidad, que no nos impide de clasificar como miserables circunstancias de la vida política; miserables circunstancias que han coincidido con gravísimas proclamas de la extrema derecha, que vulneran una retahíla de derechos constitucionales en las calles y que ponen en evidencia lo necesaria que es la política. Si fuera posible, la buena política.
Recuperemos los materiales nobles de los que debería estar construida toda democracia para poder recuperar el placer de disfrutar de los momentos de inadvertida felicidad.