¿Quién es la víctima y quién el verdugo?

Hace unos años, en el 2014, el escritor israelí David Grossman pasó por Barcelona –por el CCCB, ¿por dónde si no?–. Acababa de ganar las elecciones Benjamin Netanyahu. Grossman había visto morir a un hijo suyo, de veintidós años, en una de las últimas acciones de la Segunda Guerra del Líbano. Lo explica en la última página de su gran novela Toda una vida. Mientras lo escribía, dice, "tenía la sensación –mejor dicho, el deseo– de que el libro que escribía lo protegería". Cuando ya lo tenía prácticamente terminado, su hijo murió en combate. Era agosto de 2006. Ocho años después, decía esto: "El resultado de las elecciones nos lleva directamente a una tragedia, porque Netanyahu dijo que se opone radicalmente a la solución de dos estados. Esto significa que para los palestinos desaparece la esperanza de tener un estado, así que nos encontraremos de nuevo en un círculo de violencia entre Israel y Palestina, lo que significa que morirán muchas personas y que habrá mucha devastación, es decir, por ahora lo único que puedo ver es una nueva tragedia que va a llegar". Tenía razón. El paisaje de muerte y devastación finalmente ha llegado. En Palestina y en Israel.

Grossman es un autor de una gran humanidad y sabiduría. También lo es el libanés Elias Khoury, uno de los grandes novelistas modernos en lengua árabe. En 2009 lo entrevisté a raíz de su novela La cueva del sol, un libro inmenso, con un protagonista, Yalo, niño de la guerra, que a la vez es víctima y verdugo. En realidad, esta es la realidad de Oriente Próximo desde hace demasiado tiempo. Las víctimas se convierten en verdugos y los verdugos en víctimas. Y así alternativamente, sin fin. Es la espiral infernal del fanatismo y la violencia en un pedazo de tierra que acumula agravios históricos, identidades excluyentes, miedos atávicos y odios que se transmiten por vía familiar. No en la familia de David Grossman ni en la de Elias Khoury. Pero deben de ser minoría. Y no mandan.

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Yalo, desde la cárcel, escribe. Busca saber quién es. Como me hizo notar Khoury, no busca su identidad, sino su alma: "Los problemas de la identidad son estúpidos. En cada uno de nosotros, no solo de los libaneses, sino de todos, hay varios niveles identitarios que hacen que la nuestra identidad sea múltiple. Pero la estupidez humana provoca que esta riqueza se convierta en un infierno". El infierno de Oriente Próximo. El abuelo del protagonista era un sacerdote cristiano, siríaco y kurdo. Él es musulmán, pero ha perdido la lengua siríaca. Para escribir el libro, Khoury se documentó sobre el siríaco, conoció a prisioneros torturados y era perfectamente consciente de los "regímenes dictatoriales de mierda que dominan el mundo árabe". ¿La identidad? "El sentimiento de sentirse adaptado, de formar parte de una familia, de una nación, de un país, empuja a las personas a no descubrir su humanidad profunda. La identidad viene definida no solo por la solidaridad de aquellas personas que comparten la misma identidad, sino también por el odio hacia los demás. Si no formas parte de una identidad como esta eres un extranjero, y esto te lleva a descubrir que todos los extranjeros son hermanos". Sí, la guerra que hay ahora es también una guerra entre hermanos.

Al margen de la gran literatura, sea de Grosman o de Khoury, en Oriente Próximo no parece que haya espacio para nada que vaya más allá de la identidad religiosa o nacional. También lo tiene claro el gran intelectual israelí de referencia a nivel global, el historiador Yuval Noah Harari, muy crítico con su país –en especial con el gobierno del populista Netanyahu– por haber normalizado la discriminación de los palestinos y haber cerrado toda esperanza a una solución dialogada. El peligro es que ahora la barbarie que ha cometido Hamás, absolutamente injustificada, alimente aún más la peor cara israelí. Y la peor cara palestina. El veneno de la violencia es letal. Tras la destrucción y la muerte, como mejor perspectiva vendrá la triste y resentida paz de los cementerios.