Violaciones y complicidades de género

El caso de la mujer francesa violada durante años por contactos de su marido es tan repugnante que cuesta mucho decir algo nuevo, al tiempo que cuesta mucho no decir nada desde una tribuna diaria como esta.

A riesgo de parecer que nos enteremos ahora, el horror al que el marido, Dominique Pélicot, ha sometido a su mujer, Gisèle, es un ejemplo dramático, pero no más que otros de cada día, de la violencia contra las mujeres que muchos hombres han practicado secularmente, en una gradación que va de la amenaza latente y el abuso de poder social y económico a los malos tratos psicológicos y físicos. Que un hombre invite a otros hombres a violar a su mujer, que unos cuantos aceptaran y que los que le debieron de decir que no no lo denunciaran, solo es posible en el marco de un estado de cosas tácito que no entiende de países, lenguas ni culturas, de un entendimiento de género tan antiguo como la humanidad, conforme al cual los cuerpos de las mujeres les pertenecen, pagando o por la fuerza.

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Esto sigue escrito a fuego en los comportamientos socialmente admitidos, incluso hoy en día, cuando se denuncia y legisla sobre la violencia de género como nunca. El machismo pervive entre el comportamiento de los jóvenes, y basta circular por la N-II a la altura de La Jonquera y ver a las chicas, casi desnudas, que esperan clientes en el arcén de la carretera, en una imagen que nos degrada a todos, como si la lucha contra la violencia sobre las mujeres no hubiera ni empezado.

El crimen cometido por Dominique Pélicot contra su mujer nos horripila por tal truculencia que confirma lo de que la realidad supera a la ficción, pero es un recordatorio más de que venimos de siglos de violaciones y silencios, muchos silencios, de complicidad.