He sido objeto de un honor inesperado: he podido contemplar la fiesta castellera de Sant Fèlix desde el balcón del Ayuntamiento de Vilafranca del Penedès, gracias a la invitación del alcalde, Francisco Romero, y al cariño de los Castellers de Vilafranca .
Si hay un sentimiento que, paradójicamente, la globalización ha hecho rebrotar con fuerza en todas partes es el del orgullo local. El de tener un sitio en el mundo diferente de todo, fundamentado en la tradición. San Félix pertenece a esta categoría de fiestas mayores catalanas que son de afirmación, el lugar donde los jóvenes quieren estar, allí donde las autoridades saben que deben ir a hacer ninguna. El alcalde no da el alcance saludando a invitados: el presidente del Parlamento, el ministro de Cultura, el alcalde de Tarragona, la alcaldesa de Valls, el obispo de Tortosa…
Antes, paso por Cal Figarot, el ' morada de los Verdes. Están acabando de desayunar fuerte, y se nota que se avecina la hora de la verdad porque nadie presume, al contrario: “Son castillos al límite, y una vacilación puede hacer la diferencia entre levantarlo y descargarlo lo o no”. Por desgracia, los hechos les dan la razón. El accidente de la niña de la Colla Vella de los Xiquets de Valls y la noticia de la evacuación en helicóptero en Sant Joan de Déu conmociona la plaza, traba la actuación general y deja mal cuerpo para toda la jornada.
Como ocurre con tantos otros acontecimientos, la televisión permite hacerse una idea caudal de lo que ocurre, pero nada sustituye estar allí. Parece que pueda tocar con la mano el cuatro de nuevo con la aguja, y tengo delante las caras de sufrimiento disimulado que observo en todos los pisos mientras se carga y descarga. He oído las órdenes de "¡Abajo!, ¡abajo!" cuando los castells amenazan con hacer leña, pero me voy a casa con la imagen de la tensión responsable de Àngel Grau, cabeza de grupo, cuando dice a su gente para animarles: “Cuando las cosas vayan mal, recordáis que sois los Castellers de Vilafranca”.
