Ciencia

El arte de mirar el cielo

Gracias a la tecnología, los humanos hemos ampliado nuestra visión del cosmos y quizás llegaremos a ver el nacimiento del universo

La especie humana siempre ha mirado el cielo. Probablemente, incluso antes de ser del todo humana. Se hace difícil pensar que los autores de las huellas de Laetoli, hechas hace más de tres millones y medio de años sobre la ceniza de un volcán en Tanzania, no miraran hacia arriba, primero hacia el cráter humeante y, después, más arriba todavía. Eran tres australopitecos, los primeros homínidos que sabemos que fueron completamente bípedos. La forma y la profundidad de las huellas indican que andaban poco a poco. ¿Y si paseaban y admiraban la magnificencia del volcán bajo la noche estrellada?

Si los australopitecos contemplaban el cielo y veían algo más que luciérnagas no lo sabremos nunca. Sí sabemos, sin embargo, que el primer mapa del cielo que se conserva es de hace cuatro mil años. Es una especie de plato de cobre y oro llamado disco de Nebra y descubierto en el este de Alemania. Contiene representaciones de la Luna, el Sol y siete puntos que probablemente reproducen las siete estrellas que forman el cúmulo de Pléyades. Estos astrónomos observaban el cielo del mismo modo que lo habrían hecho los australopitecos: con los ojos.

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Del ojo a la lente

Desde el disco de Nebra hasta la culminación de la astronomía ocular en el siglo XVII, se hicieron muchos mapas y catálogos estelares. El más destacado es el elaborado por el astrónomo danés Tycho Brahe, un hombre de vista afiladísima y bigote exuberante, quién sabe si para disimular la prótesis nasal que sustituía el trozo de nariz que le habían seccionado en un duelo de espadas a los veinte años. Brahe registró más de mil estrellas y el movimiento de los planetas conocidos entonces con una precisión inédita. A partir de estos datos, el alemán Johannes Kepler compuso las leyes del movimiento de los planetas, una maravilla de armonía y equilibrio que tendría que figurar junto a las mejores sinfonías en cualquier historia seria de la creatividad humana. Kepler quizás fue el astrónomo ocular más curioso de todos los tiempos: era corto de vista y tenía poliopía, una afección en los ojos que hace que se vean los objetos por duplicado o triplicado. Por eso se dedicó al cálculo más que a la observación.

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Mientras Kepler lidiaba con las observaciones que Brahe había hecho a primera vista, un descarado profesor de la Universidad de Padua descubría que los holandeses Hans Lippershey, Jacob Metius y Zacharias Jansen habían inventado un artefacto que consistía en un tubo cilíndrico en el que habían situado una lente en cada extremo. Servía para ver más cerca las cosas que estaban lejos. El profesor era también un artesano muy habilidoso y, solo con oír la idea, reprodujo uno de aquellos tubos en su taller. Y lo hizo con tanta destreza que el nuevo aparato superaba en alcance y nitidez a sus predecesores. El artefacto, llamado anteojo, se había pensado como enser militar, porque podía servir para ver si se acercaban enemigos y ganar tiempos para prepararse. Pero él enseguida le vio otro uso: mirar el cielo. Así fue como el profesor Galileo Galilei descubrió valles y montañas en la Luna, los cuatro satélites más grandes de Júpiter y que la Vía Láctea no es nada más que un conjunto un poco particular de estrellas. La mirada insolente de Galileo, que tuvo el acierto de ver en el anteojo un enser para hacer la ciencia y no la guerra, cambiaría la observación del cielo por siempre jamás.

De la imagen al espectro

Desde entonces, la visión humana dispuso de una extensión en forma de tubos llenos de lentes que se fueron sofisticando y haciéndose más y más voluminosos para escudriñar los objetos celestiales cada vez con más detalle. Equipados con estos dispositivos, Christiaan Huygens descubrió los anillos de Saturno en 1655, Giovanni Cassini los satélites de Saturno en 1671 y William Herschel observó nebulosas y descubrió Urano en 1781. Todos estos astrónomos clavaban sus ojos en aquellos tubos y anotaban lo que veían. Más adelante, con el desarrollo de la fotografía, se acoplaron placas fotográficas y se empezaron a grabar imágenes de los cuerpos celestes. Los telescopios actuales son tan enormes y sofisticados que ya no se mira con los ojos sino con ordenadores. Y los hay, como el Hubble y el flamante James Webb, que ni siquiera están en la Tierra sino que miran el cielo desde el cielo mismo. Las imágenes que captan estas extensiones de los ojos humanos son asombrosas: una estrella que muere y da lugar a una mariposa de gas con unas alas estampadas de colores y texturas primordiales, unas estructures nebulosas concéntricas con una coloración que reproduce los patrones del ojo humano o nubes de hidrógeno y polvo que se levantan como los cuellos de monstruos arcaicos en medio de los cuales nacen estrellas.

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Pero no solo de imágenes vive la astronomía. "Si una imagen vale más que mil palabras, un espectro vale más que mil imágenes". Son palabras de Marc Balcells, director del grupo de telescopios Isaac Newton, situado en el observatorio de Roque de los Muchachos, en la isla canaria de la Palma. Después de que Newton descubriera que la luz blanca está formada por otros colores y aplicara el término espectro a este abanico cromático, a lo largo de los siglos XVIII y XIX se vio que cuando se calentaban gases, la luz que emitían se podía separar en una serie de líneas de colores. Además, científicos como Kirchhoff y Bunsen observaron que cada elemento emitía unas líneas de colores diferentes que le eran propias. Una especie de huella lumínica que ha llevado a la artista Eugènia Balcells a hacer del verso "la luz es la voz de la materia" una revelación poética de primer orden. Por lo tanto, si se analizaba la luz procedente de las estrellas, se podría saber de qué estaban hechas. Así se descubrió, por ejemplo, el helio en el Sol antes que en la Tierra. "Los espectros también nos dicen a qué velocidad se mueven las cosas: la expansión del universo se descubrió gracias a ellos", añade Marc Balcells. Según el astrónomo, "estamos desnudando el universo, le hemos quitado la ropa y lo podemos ver gracias a los espectros".

Ver el nacimiento del universo

Desde hace siete años, los humanos hemos conseguido afilar nuestra mirada todavía más mediante un nuevo instrumento: los detectores de olas gravitatorias. Estas olas son un fenómeno predicho por Einstein en 1916 que consiste en una deformación del espacio y el tiempo que viaja a través del universo. "Nos han permitido abrir una nueva ventana de exploración al cosmos y, como no tienen nada que ver con la luz, nos aportan una información muy diferente", explica Alícia Sintes, catedrática de física teórica en la Universitat de les Illes Balears y experta en olas gravitatorias. Después de décadas de esfuerzo, estos detectores son capaces de medir variaciones de distancia de una milésima parte de la medida de un protón. Gracias a esta precisión extrema, se han observado noventa fusiones entre agujeros negros o estrellas de neutrones, que han permitido conocer mejor el universo y averiguar, por ejemplo, que gran parte del oro que hay en la Tierra se formó en fusiones de estrellas de neutrones, un objeto astronómico aterrador que logra densidades equivalentes a embutir mil transatlánticos en un dedal.

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Además de todo esto, el advenimiento de la astronomía de olas gravitatorias ha abierto la esperanza de superar una limitación fundamental de la astronomía hecha con luz. Como la luz y la materia no se separaron hasta que el universo tenía unos 370.000 años, no hay luz de antes en ninguna parte. Por lo tanto, con los telescopios convencionales no se puede observar el universo cuando tenía menos de 370.000 años. Ahora bien, si en aquella época remota se produjeron olas gravitatorias, en principio se podrían detectar. Tal como aventura Sintes, "podríamos llegar casi casi a los instantes posteriores al Big Bang, cuando el universo no tenía ni un segundo de vida". Con esta nueva ampliación de la visión humana, pues, podríamos ver el nacimiento del universo, cosa que sin duda habría sorprendido gratamente a aquellos australopitecos que paseaban bajo volcanes y noches primitivas.