¿Y si virus fósiles en tu ADN tuvieran la clave para frenar al Alzheimer?
Cuando hace dos décadas empecé en el campo de la virología en busca de tratamientos antivirales, nunca pensé que el conocimiento acumulado en nuestro ámbito podría contribuir años después al diseño de nuevas terapias para el Alzheimer. Sin embargo, en los últimos años existe un interés creciente en laboratorios de todo el mundo, incluido el nuestro, IrsiCaixa, por entender el papel que desempeñan los virus en el proceso de degeneración neurocognitiva ligado a este tipo de demencia. Estos estudios están, en estos momentos, empezando a lanzar resultados asombrosos.
Es probable que al hablar de virus lo primero que imaginamos sean estas infecciones puntuales y recurrentes que nos provocan gripes y resfriados cada año. Lo que poca gente sabe es que aproximadamente un tercio de nuestro genoma proviene de infecciones virales antiguas, reflejo de virus que en un pasado infectaron a nuestros antepasados, se integraron en su material genético y se transmitieron de generación en generación como fósiles genéticos.
Normalmente, estos fósiles virales no están activos y no producen ninguna proteína viral, pero en algunos momentos sí se expresan y cumplen funciones clave en nuestra biología. Por ejemplo, durante el embarazo, la expresión de proteínas de estos fósiles virales en la superficie de las células de la placenta facilita la fusión celular (como ocurre cuando un virus infecta a una célula), lo que favorece la aparición de una zona clave para el intercambio de nutrientes entre el embrión y el mar. Resulta increíble pensar que somos mamíferos gracias a las proteínas de un virus.
Lo que se sospecha en estos momentos es que, en algunas personas, estos virus fosilizados pueden llegar a despertarse y causar una inflamación crónica que puede acelerar el desarrollo de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer. Y esto sucede precisamente porque cuando uno de esos fósiles virales se activa en una célula del cerebro, aunque sea un vestigio de una infección milenaria, pone en marcha la respuesta inmunitaria, una alarma celular que produce una serie de moléculas para contener una supuesta infección viral. En este caso, al ser virus que están integrados en nuestro genoma, la alarma sigue sonando constantemente, las moléculas inflamatorias se van acumulando en el cerebro y esto favorece la pérdida de conexiones neuronales.
Si se confirma la hipótesis sobre los fósiles virales y su relación con la progresión del Alzheimer, las buenas noticias son que los antivirales, extremadamente seguros utilizados para tratar infecciones como la del VIH, podrían convertirse en nuevas opciones terapéuticas para frenar el Alzheim. Esto es precisamente lo que sugieren estudios realizados en modelos animales por el Centro de Regulación Genómica (CRG) de Barcelona y el IrsiCaixa, en los que animales que han seguido un tratamiento antiviral con lamivudina mejoran significativamente después de tomarlo.
En la misma dirección apuntan estudios observacionales independientes realizados en personas con VIH que siguen estos tratamientos: su probabilidad de desarrollar Alzheimer es mucho menor que la de los que reciben antivirales que no inactivan estos fósiles virales.
Para averiguar si antivirales como la lamivudina reducen la neuroinflamación en etapas tempranas del Alzheimer, hemos iniciado un estudio clínico pionero fruto de la colaboración entre IrsiCaixa, la Fundación Lucha contra las Infecciones, la Fundación Pasqual Maragall, el CRG y el servicio de neurología del Hospital. Este ensayo se ha puesto en marcha gracias a la generosidad de muchos donantes anónimos que nos están ayudando a explorar una posible terapia que podría ralentizar el deterioro cognitivo mediante la reducción de la neuroinflamación con fármacos extremadamente seguros, accesibles y baratos.
Cambio de paradigma
Estamos sin duda inmersos en un cambio de paradigma. Cada vez entendemos mejor cuáles son los determinantes genéticos que aumentan la predisposición en el Alzheimer, e incluso contamos con herramientas diagnósticas precisas que permiten una detección temprana y facilitan la planificación de la atención antes de que aparezcan los síntomas de la enfermedad.
Y aunque no tengamos por el momento tratamientos que puedan curar la demencia, que afecta a 55 millones de personas en el planeta –una cifra que, según previsiones de la OMS, podría triplicarse en el 2050 y alcanzar los 152 millones–, sí disponemos, por primera vez, de fármacos que pueden ralentizar el avance de esta enfermedad.
Es verdad que sólo un 5% de los afectados pueden beneficiarse de estas opciones terapéuticas y que estos tratamientos no están exentos de efectos secundarios, que en algunos casos pueden ser muy graves, pero el impacto en el curso de la patología es notable y permite vislumbrar nuevas aproximaciones que puedan llegar a todos los afectados de forma segura.