¿Cómo puede ser que haya negacionistas del coronavirus?

La desconfianza en las administraciones y la posibilidad de construir burbujas en las redes sociales son algunos de los motivos

DANIEL ARBÓS
y DANIEL ARBÓS

Hace pocas semanas defensores de la teoría de la conspiración difundieron uno de los secretos mejor guardados de toda la pandemia: el diseño del microchip que se inyecta con la vacuna contra el coronavirus. La bomba informativa, sin embargo, no prosperó mucho. Pocos retuits después se confirmó que el diagrama en cuestión no tenía nada que ver con microchips, ni con la tecnología 5G ni con ninguna conspiración de alcance mundial, sino que era el circuito interno de un pedal de guitarra eléctrica.

A pesar del revés recibido, los conspiranoicos no aflojan y mantienen que el SARS-CoV-2 no existe y que todo ello es un montaje de alcance global con intenciones muy oscuras. De nada sirven miles de reportajes, de entrevistas a expertos, de testimonios de pacientes. Hay una proporción pequeña pero no despreciable de la población que considera que la explicación más verosímil para la situación que vivimos no es una epidemia, sino una conspiración mundial en la que están confabulados, entre muchos otros, todos los sanitarios, todos los medios de comunicación y todos los partidos políticos (desde Vox hasta la CUP, en nuestro país) de todos los países del mundo.

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Este fenómeno responde a varias causas, que son parecidas a las que explican por qué hay gente que asegura que la Tierra es plana o que todavía cree que Trump ganó las elecciones en los Estados Unidos. Para empezar, la desconfianza en las administraciones y en todo aquello que huele a oficial. Si los políticos me han mentido tantas veces, ¿por qué los tengo que creer ahora? Doy más validez a cualquier explicación, por más estrambótica que sea, solo porque no es la que me ofrece el sistema.

En el ámbito de la salud, esta realidad es palpable desde hace años. Las compañías farmacéuticas se han ganado a pulso una mala reputación que ha dado alas a muchos charlatanes. Critican a las farmacéuticas, a veces de manera justificada, mientras intentan convertirse en nuestra farmacéutica de referencia y, entre reproche y reproche, nos ofrecen remedios fantásticos sin ninguna evidencia científica detrás.

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Agudizar el sesgo de confirmación

Si somos de los que buscamos explicaciones alternativas a la epidemia, estamos de enhorabuena. Internet nos lo pone muy fácil. Con un clic podemos encontrar la opción que nos parezca más atractiva, y no solo esto: podemos crearnos una burbuja informativa y seguir solo a las páginas y las cuentas en las redes sociales que refuercen nuestra visión y, con la misma facilidad, evitar a los que ofrecen una opinión discordante. Nos construimos una realidad a medida, que no tiene por qué coincidir con los hechos contrastados. Se nos agudiza el sesgo de confirmación, es decir, la tendencia a considerar más verdadero lo que concuerda con nuestras creencias y nos volvemos impermeables a los argumentos que no encajan. Olvidamos rápidamente esa máxima que dice que afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias y confiamos antes en un supuesto científico que, sin aportar ninguna prueba, asegura en un vídeo de YouTube que el coronavirus es un invento para implantar un nuevo orden mundial que en decenas de expertos con nombres y apellidos.

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Todo esto mientras nos sube la autoestima, puesto que formamos parte de un grupo de escogidos, los que sí tienen la verdad, lejos del rebaño crédulo y adocenado que sigue la versión oficial. Para acabarlo de adobar, con tanta información que hemos consumido, estamos convencidos de que ya somos unos eruditos y que podemos discutir de tú a tú con cualquier virólogo con treinta años de experiencia. Como decía el físico Stephen Hawking, el gran enemigo del conocimiento no es la ignorancia, sino la ilusión de conocimiento.

Romper este círculo vicioso es complejo. A alguien que a estas alturas todavía defiende que la epidemia es un invento difícilmente lo convenceremos de lo contrario. George Lakoff, lingüista, científico cognitivo y profesor emérito de la Universidad de California en Berkeley, lo tiene claro: pensar que la gente abandonará las creencias irracionales ante la solidez de la evidencia es una creencia irracional, no basada en la evidencia.

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Sin embargo, sí podemos trabajar para que en un futuro el colectivo de conspiranoicos no se expanda. Una manera de hacerlo es mejorar la cultura científica de la ciudadanía y fomentar el pensamiento crítico. Esto no significa memorizar en qué año nació Darwin o cuántos pistilos tiene una flor concreta, sino entender cómo funciona la ciencia, cómo se genera nuevo conocimiento. Entender que la ciencia se basa en datos, en pruebas, no en afirmaciones sin demostrar; que las opiniones poco importan, que hay que rendirse a la evidencia, a los resultados; que la ciencia es conocimiento compartido, es un trabajo de colaboración entre decenas, centenares, incluso miles de expertos, que contrastan, que dudan, que discuten. Expertos que se pueden equivocar, evidentemente, pero, puestos a elegir, es más probable que tengan razón que que la tenga un desconocido que lanza invectivas en las redes, por muy impactantes que sean.

Y es que tenemos que ser críticos con los gobernantes, con el sistema, solo faltaría, no nos tenemos que creer a ojos cerrados todo lo que nos dice la versión oficial, pero sin quedar cegados, sin dar la espalda a la realidad. Tal como recordaba el premio Nobel Richard Feynman, tenemos que tener la mente abierta, pero no tanto como para que se nos caiga el cerebro al suelo.

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Daniel Arbós es periodista científico