La vida se abre paso entre sesiones de 'quimio'

Mientras la doxorrubicina corre por sus venas, matando células a discreción, en mí se gesta una nueva vida

BarcelonaCon delicadeza, la enfermera le agarra el brazo e inyecta la vía, que en las próximas horas será la puerta de entrada de elementos químicos que hasta hace poco me eran desconocidos: rituximab, ciclofosfamida, doxorrubicina. En los últimos días, manojos de pelo han caído sin tregua, dejando el plato de la ducha entristecido por una despedida de pelo ondulada de una juventud que ahora queda parada. Y, aun así, muchos aún resisten el embate, escondiéndose tras una gorra que será la nueva compañera en los próximos meses.

A nuestro alrededor, algunas caras ya nos son conocidas. La mujer que mira el móvil mientras come chocolatinas; el viejo que espera resignado para volver a casa, como si estuviera esperando el autobús; el señor elegante que lee a Schopenhauer con las piernas cómodamente reclinadas. Aquí hay sitio para todos. Nadie se salva de los diagnósticos abrumadores, ni de las pruebas rutinarias que te cambian en un fragmento de segundo.

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Las amplias butacas se alinean junto a las ventanas, con vistas a las colinas de la ciudad. A través de los cristales, conglomerados de casas en las que la gente continúa su existencia, ajena a los que esperamos aquí dentro. Tampoco es que quieran vernos. Somos, en definitiva, la prueba –el recordatorio incómodo– de que la vida no siempre sigue el camino previsto. Que los planes a largo plazo, a menudo, no son más que papel mojado.

Vida luminosa

En el horizonte, en lo alto del cielo, los aviones vuelan hacia destinos lejanos bajo el sol de pleno verano. Su trazo es una promesa dulce, un recuerdo de pasadas aventuras que un día también viví, cuando los veranos eran una sucesión despreocupada de aventuras controladas. Días en los que nada hacía pensar que mi futuro no podría ser, sino aún más brillante.

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Y, sin embargo, aunque el tiempo se haya detenido y ahora los meses se divida en sesiones de tratamiento, la vida se ha vuelto más luminosa que nunca. Mientras la doxorrubicina corre por sus venas, matando células a discreción, en mí se gesta una nueva vida. Un milagro. Un pequeño ser concebido entre ambos, a última hora. Una prueba de que todo puede empezar, incluso cuando parece que todo acaba. Una señal de que, sin embargo, nunca nada se detiene.

Sentada a su lado, pasando juntos las horas en esta aséptica sala de hospital, nos miramos y sabemos que después de este pequeño tropiezo, de esa pausa forzada, ella nacerá y nos volverá a la vida. Un regalo que llega para recordarnos que el mundo continúa y que nosotros volveremos a tener un sitio.

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