Abrazar una idea más modesta de felicidad

La casa materna vuelve a ser el espacio en el que Celia Rico Clavellino redimensiona las distancias entre una madre y una hija. Si su opera prima, Viaje al cuarto de una madre, se centraba en ese momento en que una hija abandona el hogar para hacer su vida dejando a la madre sola, en este segundo largometraje la protagonista renuncia a las vacaciones de verano y vuelve a casa la madre para cuidarla después de que la mujer haya sufrido un accidente casero. En Los pequeños amores, el reencuentro sirve de caja de resonancia de las decisiones voluntarias y de las circunstancias que han llevado a estas dos mujeres a vivir solas.

Adriana Ozores clava al personaje de Ani, la señora mayor acostumbrada a la autosuficiencia que de repente empieza a ser dependiente, y proyecta el pesar que esto le produce en pequeños reproches a la vez banales e irritantes. Una afinadísima María Vázquez encarna a Teresa, una mujer de cuarenta y pocos años que asume que la vida no le ha ido como esperaba. A través suyo, y con esa maestría para el retrato naturalista de personajes de carne y hueso que predomina entre la generación actual de directoras, Rico Clavellino perfila este modelo de mujer de mediana edad sin hijos ni pareja estable en parte por voluntad propia a quien toca abrazar una concepción más modesta de la felicidad. Como contrapunto, el pintor de paredes que encarna con vulnerable encanto a Aimar Vega, un chico aún lleno de sueños de juventud y de oportunidades para equivocarse.

A primera vista, estamos ante un filme más luminoso y aireado que el anterior. Pero el olor vital del verano también sirve para compensar, en conexión con los temas de pop melancólico que suenan en la banda sonora –como El bello verano, de Family, y Y go to sleep, de The Kinks–, el poso de profunda melancolía que se va instalando en la audiencia a medida que avanza el metraje.