Observar el cuerpo muerto de la persona querida

En 1954 Luis Buñuel culminaba Abismos de pasión, su fascinante adaptación de Cumbres borrascosas, con el protagonista colándose en un cementerio y forzando el panteón familiar para llegar hasta el ataúd donde reposa su amada y abrazar su cadáver. El director español condensaba en una escena de aprieto necrofilia la pulsión deamour fue que atraviesa la novela de Emily Brontë, y que entusiasmaba a los surrealistas. En su última película, David Cronenberg arranca con una idea similar trasladada a uno de sus universos hipertecnificados. Tras la muerte de su adorada esposa Becca, el protagonista, Karsh (un Vincent Cassel que recuerda de forma inquietante al propio Cronenberg), ha ideado un dispositivo que le permite contemplar en todo momento su cadáver y su descomposición. Una forma de cristalizar el ideal del amor más allá de la muerte, que comercializa con éxito en su propio cementerio. Y otra vuelta de caracol a la obsesión erótica y voyeurística del cineasta canadiense por la naturaleza orgánica de los cuerpos, sobre la que se cierne el recuerdo de su mujer, Carolyn Zeifman, muerta en el 2017. mantiene, desgraciadamente, a lo largo de la película. El director, por un lado, expande la pasión de Karsh por su mujer al vínculo que mantiene con la hermana de Becca, Terry (Diane Kruger), en una relación perturbadora marcada por la sombra de Vértigo de Alfred Hitchcock. Por otro, enreda al protagonista en una intriga internacional propia de uno thriller high-tech que complica de forma innecesaria el filme sin aportarle la tensión argumental que haría falta. Los sudarios queda como una poderosa pero malograda reflexión sobre el duelo y los fantasmas eróticos que convoca, por parte del siempre recomendable David Cronenberg.

David Cronenberg: "La IA transformará completamente el acto de escribir y dirigir cine"