El antibarcelonismo
Contraponer Barcelona al traspaís, a la Cataluña interior, a las comarcas o, como se dice hoy, al ente indeterminado alias Territorio, es una práctica recurrente. La cabeza y el casal siempre ha generado una especie de amor-odio, con raíces históricas. Podríamos remontarnos a las batallas condales, con el Empordà como uno de los últimos en resistirse a la hegemonía barcelonesa que daría lugar a la dinastía regia. Ya en época contemporánea, con la industrialización, el crecimiento exponencial de la gran ciudad atrajo cada vez a más gente del campo catalán, después de la Comunidad Valenciana y Aragón, seguida de las Españas y finalmente de todas partes, convirtiéndose en una pequeña urbe global.
Hoy, sin la potencia de Barcelona, Catalunya sería invisible en el mundo. La simbiosis Barcelona-Catalunya se ha consolidado en democracia, con unas primeras décadas fructíferas gracias a la pugna de complementarios: pujolismo-maragallismo. La ciudad se ha hecho mayor y el país se ha compactado, cada vez mejor comunicado internamente: ya es posible vivir a 150 kilómetros de la capital y trabajar en ella. Empieza a parecerse a la Cataluña-ciudad que soñaban los novecentistas, aunque sea con más tecnología que cultura, más diversa que ideal. Y macrocefálica y litoral, sí.
La cosa no ha evitado agravios y querellas, la persistencia de un antibarcelonismo popular, a veces el orgullo de afirmar el localismo no por sí mismo, sino en contra de la gran ciudad. Seguro que hay una Barcelona que ignora qué ocurre en los pueblos y ciudades –también qué ocurre en los grandes núcleos de la región metropolitana–, y es evidente que hay una concentración de servicios y oferta en el corazón de la capital, pero sin embargo la El equilibrio territorial es más que notable: hospitales comarcales, universidades, carreteras, oferta cultural (museos, teatros...). Fallan las Cercanías, claro. Y ahora, con la sequía, el campesinado ha acabado estallando cargado de razones. Pero en ningún caso se puede hablar de una Barcelona que vive de espaldas al país, entre otras cosas porque el país es pequeño, tan cerca, tan entrelazado, que resultaría absurdo e inviable. Como es casi imposible vivir en el campo al margen de la ciudad.
¿Y la catalanidad? Debido a la última tanda inmigrante del siglo XXI, el catalán ha retrocedido, algo notorio en la Barcelona metropolitana. ¿Corre peligro de que se pierda en la gran ciudad como prácticamente ha ocurrido en Valencia? En cualquier caso existe el miedo. Y al mismo tiempo hay conciencia ciudadana y política de trabajar para revertir la situación, como ha ocurrido en otros períodos del siglo XX. Barcelona no quiere renunciar a su lengua ni a su cosmopolitismo, dos caras de la misma moneda.
De hecho, están tan mezcladas, Cataluña y Barcelona, que su contraposición resulta cada vez más imaginativa, más hiperbólica. Sólo alguien con el talento metafórico de Francesc Canosa puede conseguir escribir algo original al respecto, aunque sea brumoso. Y decirlo, claro, desde Barcelona, que es dónde vive. El resultado es el breve ensayo Cataluña no termina en la Panadella (Destino), una fabulosa reivindicación del mundo rural, que bascula entre la nostalgia y la exageración. "Es posible que haya personas que no lo saben, pero los campesinos tienen móviles e internet", escribe. Es decir, los campesinos, como los urbanitas, están enganchados a la tecnología. Mismo estilo de vida. En realidad, lo que le duele a Canosa es que Barcelona y Catalunya se parezcan tanto, de ahí que proclame con grandes lamentos una distancia mental que de facto se ha reducido tanto. Como él mismo se da cuenta, ni Barcelona es Tabarnia ni Catalunya es Tractòria.
Su lobotomía del supuesto choque es una operación fallida. Ha perforado, buscando y rebuscando diferencias y confrontaciones, y al final ha encontrado más semejanzas, más Alcarràs y Corcho, ruralidades modernas y conflictivas, que Barcelones enemigas. La situación en el campo no es fácil, pero tampoco lo es en la ciudad de las desigualdades. No hay combate de campesinos contra okupas. Barcelona no quiere independizarse de Catalunya ni viceversa. No es que se necesiten mutuamente, es que son carne y uña, red, país "macedonia" y "rompe", dice. Y país de pacto –propone al final– para deshacer su enredado hilo narrativo.