Cesare Pavese, el escritor que llevaba el suicidio encima como una maldición
'Hotel Roma', de Pierre Adrian, sigue los pasos del autor de 'El oficio de vivir' en la Italia de ahora
'Hotel Roma'
- Pierre Adrian
- Navona / Tusquets
- Traducción de August Rafanell
- 192 páginas / 19 euros
En la lápida que recuerda al escritor Cesare Pavese, en el cementerio de Santo Stefano Belbo, su pueblo natal, está esculpida una de las últimas frases de El oficio de vivir –el dietario en el que, entre otros muchos asuntos, acaba anunciando el gesto final (el de su suicidio)–: "He dado poesía a los hombres". Les dio en forma de verso y en forma prosaica, e hizo el esfuerzo –exitoso– de comprender el alma humana, aunque él se ahogara en la suya.
Pierre Adrian (1991) es un enamorado de la literatura pavesiana, y este libro es una muestra palmaria. Como Barnes, por ejemplo, es un enamorado de la flaubertiana. El protagonista deHotel Roma –en la habitación 49 de este establecimiento torinés encontraron muerto Pavese, intoxicado de pastillas, el 27 de agosto de 1950– sigue una especie de búsqueda que recuerda la que el Nobel Patrick Modiano ha aplicado a sus libros ("Yo era un fan de las direcciones y de los lugares concretos"). Pero ocurre que el quest de Modiano suele seguir las pistas de tipos anónimos, y el de Adrian, en cambio, lo hace de un escritor célebre. El protagonista de la novela y su novia ("la chica de piel oscura") visitan los lugares pavesianos en Turín, en Santo Stefano Belbo, en Roma. Y en Brancaleone (Calabria), donde el autor de Trabajar cansa fue confinado siete meses por su carencia de compromiso político. Tienen la suerte (o no) de que el italiano nunca salió de su país. Visitan los lugares, quieren pisarlos, tocarlos: hay una admiración profunda.
Un individualista irredente con sed de amor
El protagonismo de Pavese hace palidecer al de la pareja. Hasta el punto de que hay pasajes en los que habría pedido algo más de información sobre ese seguidor devoto del poeta que sabe contagiar su fascinación a la chica de piel oscura. La imagen reverida de Pavese tiene que ver también, o sobre todo, con su obcecación de hombre solitario, desdeñado por las mujeres. No es que no tuviera relaciones amorosas, pero todas, sin excepción, acabaron mal (fue un gran calabacín). Y, sin embargo, "su sed de amor nunca se apagó". El contrapunto político de Pavese lo encontramos en Pasolini, que aparece fugazmente en la novela. O en algunos de esos personajes anónimos que hormiguean en La Historia, de Elsa Morante, recién publicada en catalán. Ahora bien, justamente en este su individualismo irredento hay una de las gracias del Pavese de Adrian –que, sin embargo, no es un hombre insolidario, ni egoísta. Era, ante todo, un individuo torturado. Y el narrador se refleja siempre–: "Una manera de estar en el mundo que me concernía. La tentación del aislamiento, el reventón, el fatalismo, la insipidez, el marchitamiento, un desánimo, una especie de acidia y un cierto nihilismo". O más que "un cierto nihilismo", es que de siempre le había atraído la idea de decidir sobre el final de sus días ("Pavese llevaba el suicidio encima como una maldición"). Y fue, a fin de cuentas, cuando aún no había cumplido ni los cuarenta y dos años, coherente, que lo llevó a cabo.
El escritor Ernesto Ferrero, torinés como Pavese, nacido treinta años después que él, se afiguró su ilustre precedente como un hombre en blanco y negro. La principal consecución de Pierre Adrian ha consistido en colorear el personaje. Son tonos oscuros, apagados, pero humanísimos. Hay páginas espléndidas, como aquella en la que compara al escritor con el ciclista Marco Pantani, quien afirmó que escalaba tan rápido para acortar el sufrimiento: "¿Que no era una manera de escapar del dolor, escribir a chorro?"