Cómics, museos y la superación de la validación cultural
BarcelonaA Daniel Clowes le bastaron cuatro páginas de historieta para resumir, con afilada ironía, las tensas relaciones entre una forma de arte popular como el cómic y los códigos de validación cultural que caracterizan la escena del arte contemporáneo. En The artist's life”, Clowes enviaba al personaje de Dan Pussey, dibujante de cómics, a la inauguración de la exposición de Slugger Onions, un artista que se había apropiado de su humilde trabajo trasladándolo a lienzos de gran formato, que vendía como comentarios irónicos sobre la sociedad de consumo... al precio de 3.750 dólares. Estimulado por el descubrimiento, Pussey volvía al mismo lugar una semana más tarde, con un puñado de originales enmarcados, anticipando el horizonte de llevarse un pedazo de la tarta. "¿Cómics?", le decía el galerista. "¡Dios mío, eso ya está pasado de moda! ¡Ahora estamos muy ocupados montando una gran exposición de arte hecho por asesinos en serie! ¡Llámame cuando hayas matado a alguien!".
Clowes publicó su sátira pocos años después de la polémica generada por la exposición del MoMA High and low. Modern art and popular culture, que mereció una crítica feroz de Art Spiegelman en las páginas de la revista Artforum: una crítica en forma de cómic que se abría precisamente con una viñeta que le lanzaba un dardo envenenado a Roy Lichtenstein, que vendría a ser el correlato de Slugger Onions dentro del canon del arte contemporáneo. Una chica llorosa con medio rostro arrancado y la calavera a la vista reflexionaba, dentro de un característico globo de texto: "Oh, Roy, tu Arte Elevado muerto se ha construido sobre Arte Popular muerto!... La auténtica energía política, sexual y formal de vivir la cultura popular te pasa de largo. ¡Quizás es por eso que eres defendido por los museos!".
Más que una pataleta hacia un artista consagrado que se había nutrido del cómic, la crítica de Spiegelman era institucional y apuntaba a un problema cultural profundo: el autor de Maus se rebelaba contra la condescendencia de un discurso que convertía las formas del arte popular –no solo la historieta, sino también la ilustración publicitaria– en notas al pie de la gran historia de un arte contemporáneo escrito y concebido en mayúsculas. Por otra parte, afirmaba, la división entre alta y baja cultura solo podía establecerse a partir de criterios sociales y económicos, pero no estéticos.
Jugar en un templo
Tantos años después de una exposición pionera como Bande dessinée et figuration narrative, presentada en el Museo de las Artes Decorativas de París en 1967, parece evidente que el cómic no debe llamar la puerta de los museos en busca de una validación cultural que no necesita. Pero, como ha ocurrido en el audiovisual, los espacios expositivos y museísticos pueden servir para que la historieta experimente y juegue a establecer nuevas relaciones con sus públicos. Enmarcar una página de cómic y colgarla en la pared de un museo es traicionarla doblemente, desatándola de su raíz popular y de su condición narrativa. Pero dejar que el lenguaje de la historieta infecte aquellos espacios desvelando sus procesos creativos y de producción, o desplegando sus narrativas sobre el terreno, abre un estimulante abanico de posibilidades. Así se ha puesto de manifiesto en experiencias como las de Viñetas desbordadas, presentada en 2018 en el Centro José Guerrero de Granada –donde Max, Sergio García y Ana Merino pusieron las paredes del museo a narrar y dialogar de forma entrecruzada–, o El dibujado de Paco Roca en el IVAM en 2020 –un site-specific metanarrativo que empezaba hablando de la creación de un trazo para acabar hablando de la creación en su dimensión más filosófica–. La exposición Constelación gráfica, del CCCB, partió de la invitación a nueve autoras a imaginar nuevas formas de presentar su arte en un espacio expositivo: las instalaciones resultantes fueron las estimulantes respuestas posibles a un problema realmente apasionante, el de desacralizar los museos con la energía transformadora de un lenguaje popular que sabe transgredir y experimentar jugando.
Jordi Costa es jefe de exposiciones del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB)