Literatura

Pere Rovira: "Mi padre me enseñó dos cosas fundamentales: a cazar ya no ser obediente"

Poeta, narrador y traductor

Barcelona"Sufrí una mutilación perfectamente planificada, la de mi lengua, y por eso hablo y escribo sin ningún problema en español. No me arrepiento, de dominar este idioma, pero no puedo ignorar por qué lo domino. Si escribo en catalán es porque lo aprendí por mi cuenta; nadie me enseñó nunca; es más, nadie me habla nunca;" Con palabras tan contundentes –detrás de las cuales se intuyen largas reflexiones previas– se expresa de vez en cuando Pedro Rovira (Vila-seca de Solcina, 1947) en su último y muy recomendable dietario, Vida y espejismos (Proa, 2025). "Si tuviera que morderme la lengua en un libro así, más me valdría no haberlo escrito", reconoce el autor, que ha dedicado en los últimos quince años, los más prolíficos de su trayectoria, a una triple actividad: la de hacer memoria –a través del ciclo de dietarios, inaugurado con La ventana de Vermeer (Proa, 2016)–, la de seguir cultivando la poesía –con volúmenes como El juego de Venus (Proa, 2021)– y la de traducir, con proyectos tan destacados como el de Las flores del mal, de Charles Baudelaire (Proa, 2021).

Vida y espejismos recorre, entero, en el 2022, desde el 1 de enero, pasado en compañía de Celina, su mujer, hasta el 31 de diciembre, en la que escribe: "La vida puede ser bastante cabreadora, pero siempre tiene una cara buena; a veces la muestra sin hacerse rogar, a veces tienes que buscársela". Uno de los primeros momentos cabreadores es cuando quiere cambiarse el nombre al DNI. Pasar de Pedro a Pedro le costó más de un mes.

— Sí. En una de las visitas a comisaría, el policía citó a Rimbaud sin saberlo. Me dijo que la documentación que había presentado debía ir a Madrid para que comprobaran que yo no soy "otro".

Éste no es el único problema relacionado con la catalanidad que expone en el libro. Se habla, por ejemplo, de la decepción con el Proceso de Independencia.

— En el anterior dietario, Música y pulso [Proa, 2019], era más cañero en relación con el Proceso. Tuve, como mucha gente, un enorme desengaño. Los políticos no estuvieron a la altura. Nunca creí que lo tuviéramos a tocar, pero eso no quería decir que no quisiera implicarme.

Lo hizo, ¿verdad?

— Sí. Lo único que saqué de ir a tantas manifestaciones fue una operación de cadera. Supongo que tarde o temprano habría tenido que acabar pasando por el quirófano, pero el Proceso lo aceleró.

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Leyendo al dietario sufrimos un poco por su salud. Habla del daño que le hacen los huesos, de la obstrucción pulmonar crónica...

— El dolor de los pulmones me viene de haber fumado mucho. Aunque lo dejara hace casi veinte años, el tabaco me ha dejado esa obstrucción crónica. Pero lo que más me jode es el dolor de los huesos, que me viene de la artrosis. Tengo temporadas terribles. Llegará un momento que no podré moverme de la butaca. Lucho para que esto no ocurra.

Vida y espejismos combina su presente con recuerdos del pasado, donde vemos que décadas atrás no paraba quieto.

— Yo he sido una persona con mucha marcha. Física, quiero decir. Podía andar siete u ocho horas seguidas por la montaña, cuando iba a cazar. Ahora, en cambio, me muevo con bastón, y eso me cabrea.

También explica que hacía mucha vida nocturna.

— Fui un gran noctámbulo.

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La Nochevieja piensa en la primera noche con Celina, "abrazados a la pista de una remota discoteca de Lleida".

— Afortunadamente era noctámbulo, entonces, porque si no, no nos hubiéramos conocido. Celina ha sido y es el gran amor de mi vida. Salimos mucho.

¿Qué encontraban en esta vida nocturna?

— Salíamos con amigos, charlábamos mucho y también bebíamos, porque éramos una generación que bebía bastante, aunque menos que la anterior. Recuerdo conversaciones y tertulias muy íntimas con amigos como Txema Martínez o Pere Pena. A veces se alargaban tanto que acabábamos jugando al futbolín de madrugada en un tugurio.

En el libro también aparecen otros amigos suyos, como el pintor Juan Vida, el músico Miguel Ríos y el poeta Joan Margarit.

— Con Joan tuvimos una relación muy cercana durante años, y teníamos la costumbre de encontrarnos en Montblanc, a medio camino de Barcelona y de Lleida, donde vivíamos uno y otro. Para mí siempre fue como un hermano mayor. Le echo de menos. Murió en febrero del 2021, todavía en plena pandemia, y tuvimos que despedirnos por teléfono. Aún llevo dentro no habernos podido decir adiós en persona.

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Vivían muy cerca de la Sala Europa, en Lérida. Aquí explica cómo, en el 2022, estaban a punto de demolerla.

— Fue el local emblemático de nuestra juventud. Íbamos a jugar a billar, a tomar una copa... En la Sala Europa se programaban muchos conciertos de jazz y montábamos presentaciones y recitales. Una vez llevé allí Jaime Gil de Biedma. Lo había leído mucho, Jaime, y llegué a escribir dos ensayos sobre su obra.

Desde hace unos años, comenta en Vida y espejismos, se instalaron en Alpicat y veranean en el delta del Ebro.

— Dejamos Lleida hacia el 2001 por dos motivos: porque en casa no cabían los libros y para acabar con la vida nocturna.

En aquellos momentos todavía era profesor en la Universidad de Lleida, ¿verdad?

— Sí. Tenía 54 años cuando nos marchamos. Hasta entonces había publicado muy poco porque el trabajo en la universidad es muy absorbente: las clases te rondan por la noche y el día, y aparte de eso, si quieres llegar a profesor titular tienes que pasar años haciendo currículos, proyectos docentes y muchas otras tonterías. Además, en el 2000 había muerto mi padre y pensé que tenía que espabilarme porque ya estaba en primera fila.

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Su padre, además de inspirar la novela Las guerras del padre (Proa, 2013), sigue apareciendo a menudo en los dietarios.

— Mi padre me enseñó dos cosas fundamentales: a cazar ya no ser obediente. Fue un hombre muy libre, tanto cuando se dedicaba a bastar en Vila-seca de Solcina, el pueblo donde vivíamos, como cuando hizo negocios gracias al turismo, más adelante. También era comprensivo y tolerante. Hubiera querido que yo fuera arquitecto o abogado, pero cuando le dije que quería estudiar literatura, lo aceptó.

Aún conserva su primera escopeta en un rincón del estudio. En la correa, que cosió su padre hace casi siete décadas, "aún se ven las manchas de sangre de un chamerlín" que cazaron "en un viñedo, duro y valiente como un halcón".

— Es muy fuerte compartir con alguien a la afición a cazar. Me pasó con mi padre, que era bastero, y más tarde con mi suegro, que era campesino. Con uno y otro pude tener largas e íntimas conversaciones gracias a la caza. Cuando el suegro me conoció tenía miedo de que yo fuera un intelectual, pero enseguida le alegró saber que era cazador.

También fue gracias al padre que aprendió "la importancia de dedicar tiempo a lo que se hace, porque no se trata de acabarlo pronto, sino lo mejor posible".

— Un escritor, sea poeta o narrador, si no dedica tiempo a lo que hace, no hay nada que hacer. Papá me lo inculcó. Una vez, el maestro nos dijo que vendría un inspector a la escuela del pueblo, y unos días antes me pidió que le dibujara un tigre. Me fui entrenando en casa, y cada vez sabía dibujarle más rápido. Entonces quise enseñarle a mi padre la velocidad con la que dibujaba el tigre. Él me dijo: "Cuando te examinen, nadie mirará si le has hecho deprisa, sino si está bien hecho o mal hecho". Esto le venía de la artesanía. Era más importante trabajar bien que rápido. En literatura tienes gente como Antonio Machado que piensa lo mismo: "Despacito y buena letra, que hacer las cosas bien importa más que hacerlas".

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¿Se puede relacionar caza y escritura?

— Cazar y escribir son lo mismo. Con una y otra cosa debes tener paciencia. Y debes aprender a buscar las piezas. La principal influencia literaria que he tenido es mi padre.

En Vida y espejismos también aparece la madre, que se acerca a los 100 años.

— Los hizo el pasado año. Le montamos una fiesta. La recuerdo bebiendo su vaso de vino y tomando café... Comió más que yo. Es fuerte, ¿eh?

¿Todavía está viva?

— Este septiembre se le complicó la salud y murió. Tenía mucho carácter, mi madre. Vivió en casa hasta el final, con una mujer que la cuidaba. Pasó 25 años viuda. Los primeros tiempos fueron duros, porque estaba muy unida a su padre, pero después fue haciendo. Mamá hizo siempre exactamente lo que le dio la gana. Quizás éste es uno de los secretos de la longevidad.

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Usted ya tiene 78.

— Sí. A pesar de los achaques, estoy bien. Soy una persona muy feliz y afortunada. Vivo con quien quiero, con mi mujer, y nos entendemos muy bien. Nunca he tenido ningún conflicto con los hijos, que es algo extrañísimo, ¿no? Tengo una gran confianza en ambos, Pedro y Emilia. Y los nietos parecen también por buen camino.

También se halla en la etapa más prolífica de su trayectoria.

— He escrito más desde que me jubilé que durante el resto de mi vida. Llevo diecisiete años haciendo vida de escritor profesional y es una suerte, porque no tengo las angustias de si tuviera que salirme solo, sin la pensión. Entonces sería otra cosa.

Con El juego de Venus (2021) sorprendió a algunos lectores: era un libro de sonetos eróticos.

— Empezó como una broma. Escribía uno y leía a mi mujer. Eran algo subidos de tono. Me sentía cómodo e iban saliendo... Me decidí a hacer un libro entero porque la poesía catalana es algo demasiado casta, sobre todo si la protagonizan los viejos. ¿No está previsto que un viejo escriba poesía erótica, verdad? La clave deEl juego de Venus, Lo que lo aguanta, es que se trata de sonetos. Una de las lecciones que he aprendido de Baudelaire, un poeta que he leído mucho en los últimos años, es que el punto de vista formal puede ser una excusa para hablar de cosas que no lo son en absoluto, de formales. Él lo hizo en poemas como La carroña. Formalmente, Baudelaire es clásico. Pero cuando te miras lo que dice, piensas "¡hostia!"

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La carroña innova a la hora de hacer poesía de amor: compara los restos de un animal muerto con la mujer que el poeta ama.

— Baudelaire quiere provocar un efecto de repugnancia para dar la vuelta a los mecanismos habituales de la alabanza amorosa.

En 2022 fue elAño Ferrater. Dedica diversas reflexiones en el poeta.

— Tuve una época muy ferrateriana. Era como un tío con el que te podías identificar. Pero tanto él como Jaime Gil de Biedma fueron poetas de tres libros. Este tipo de autor me ha dejado de interesarme.

¿Le han dejado de interesar porque dejaron de escribir?

— Hay que tener cuidado, con estos escritores, sobre todo cuando eres joven, porque si te los empiezas a creer mucho no escribirás más. Cuando todavía eran jóvenes, llegaron a convencerse de que ya estaban de vuelta de todo. Gil de Biedma dejó de escribir, y Ferrater llegó a salir de vivir. Pudo hacer muchas más cosas. Se quedaron a medio camino.

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