Un perro en la escuela

BarcelonaHace pocos días se vio en televisión un reportaje que hablaba y mostraba el caso de una escuela de la ciudad en la que habían adoptado un perro: era ungolden retriever si nos fijamos bien, y los niños y niñas parecían pertenecer a una clase de primaria, o quizás eran más pequeños.

Lo importante de aquella noticia era que el perro había favorecido el buen entendimiento entre los escolares, que, al entrar en el colegio, acariciaban la cabeza del animal, el cual, como procede a esta raza, lo cogía todo por el lado bueno. Los perros saben que los niños pueden tener instintos malévolos, pero ellos se comportan con una mansedumbre extraordinaria, suponiendo que la mayoría de niños y niñas no les harán ningún daño, o que no pueden hacerlos porque son pequeños.

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El experimento dará resultados beneficiosos, porque, si los niños pueden acabar no se sabe cómo, los perros, en especial los de esa raza, son de una inocencia absoluta y permanente. La escuela de filosofía de los llamados cínicos –palabra que procedía de kyon (perro) pero que ahora posee un significado muy distinto– se llamaba justamente así en aras de las virtudes de estos mamíferos. Los cínicos griegos –Antístenes, Diógenes de Sínope, Menip– se miraban la vida con prudencia y circunspección, no se alteraban ante ningún acontecimiento mientras no los frotara directamente y consideraban que los avatares, dolores de cabeza y contingencias de la vida debían encarar con serenidad, incluso con un solemne desapego, beatífico y callado: por eso cogieron ese nombre.

Uno se pregunta si la presencia de un perro tan amoroso como aquél del reportaje llevaría ninguna ventaja o alguna solución a los problemas que se presentan progresivamente en la ESO y en el bachillerato, etapas de la educación en las que la disciplina “cínica” desaparece progresivamente . Quizás no serviría para nada, y quién sabe si uno no le daría una patada al animal o al otro pasaría junto a él con una declarada indiferencia. Los adolescentes no tienen ya por la contingencia absoluta –la de los perros, la de los viejos– la misma fascinación que los más pequeños.

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Y a uno se le ocurre que, dado que los profesores han perdido buena parte de la autoridad que ostentaban entre los alumnos, no sería mala idea llevar a clase a un tigre adiestrado, que sólo pondría orden en medio de un alboroto en casos de extrema necesidad.