La pesadilla de Rousseau se ha hecho realidad
La pesadilla de Rousseau se ha hecho realidad: adiós a la bondad y la justicia. El filósofo que escribió una obra política encaminada a eliminar las desigualdades entre personas y hacer posible una libertad individual respetuosa con los demás entraría en una depresión absoluta en el mundo trumpista actual. En pocas décadas hemos pasado del "hagamos el amor y no la guerra" a exhibir orgullosamente el odio a la diferencia. La identidad (las identidades: individual, nacional, religiosa) ha dejado de ser una invitación a conocer al otro para convertirse en una dura coraza protectora. El Rousseau maduro sufrió ya la intolerancia que hoy se ha hecho omnipresente.
Entrado en los sesenta, Rousseau (1712-1778) se retiró de todo para dedicarse a la afición botánica ya seguir la máxima del templo de Delfos: "Conócete a ti mismo". Escribe entonces Las ensoñaciones del paseante solitario (Adesiara, en traducción de Gloria Farrés Famadas, que también firma la introducción), una obra en la que ensaya de hacer como Montaigne: divaga, medita, soña. Medio estoico, medio epicúreo, a diferencia del sabio del Périgord se siente maltratado y perseguido, está resentido con el mundo. Busca, sin encontrarla por completo, la paz interior y la inocencia primigenia natural –la del buen salvaje– que había preconizado años atrás. Muere solitario y con la obra inacabada.
"La ensoñación me relaja y me distrae, pero la reflexión me fatiga y me entristece; pensar siempre ha sido para mí un empleo doloroso y sin encanto. A veces mis ensoñaciones acaban en una meditación, pero más a menudo mis meditaciones terminan en una ensoñación". Es así, divagante, perdido en sus pensamientos, que inaugura una sensibilidad romántica, la de un individuo incomprendido y apartado del mundo, la de un yo torturado y melancólico que admira la naturaleza y que, sin embargo, no renuncia a la alegría de vivir ni puede ignorar el abuso de la sinrazón. "Solo mi inocencia me sostiene en las desgracias", escribe. "Prefiero huir [de los hombres], que odiarlos" porque "el espectáculo de la injusticia y la maldad todavía me hace hervir la sangre de cólera". "Es mi naturaleza ardiente, la que me desquicia; es mi naturaleza indolente, la que me apacigua".
¿Habrá que hacerse románticos ante el hacha trumpista y el neofascismo europeo? ¿Habrá que huir de la sociedad y refugiarnos en la belleza imponente y delicada de la naturaleza y en el derecho, sin embargo, a amar sin medida? ¿Resignarnos a hacer de aprendices torpes de misántropo en busca de la paz interior mientras todo se hunde a nuestro alrededor? ¿Mantenernos indiferentes respecto al destino y la suerte de los humanos? ¿Quién puede permitírselo?
El mundo se ha hecho inhóspito, feo, incierto. El miedo se ha enseñado de nuestras vidas. Ha vuelto la ley del más fuerte, del amoral más chapucero. La utopía rousseauniana, si alguna vez fue plausible, hoy se ahoga bajo un pesado grueso de suciedad ideológica antipolítica que penetra y arraiga en los corazones torturados de revancha agria. Ante vidas maltratadas, respuestas airadas. Una vez más, gana a Hobbes: un estado fuerte y autoritario. Como el de Putin, como el de Xi y como el que quiere Trump. A quienes no piensan como tú, ni agua. Pensar vuelve a ser peligroso. La involución se acelera de la mano de impracticables retornos al pasado, de engañosos espejismos de orden.
En el noveno y penúltimo paseo, un Rousseau melancólico hace así: "En la Tierra todo es en un flujo continuo que no permite que nada tome una forma constante. Todo cambia a nuestro alrededor. Cambiamos nosotros mismos, y nadie puede estar seguro de que mañana amará lo que ama hoy [ Así pues, todos nuestros proyectos de fe]. felices, quizás no he visto ninguna; pero a menudo he visto corazones contentos, y de todas las cosas que me han golpeado es ésta la que más me ha satisfecho". Quedémonos, pues, con la posibilidad individual de una efímera y plácida ensoñación para ahuyentar la pesadilla tan real y distópica que nos acosa.