Un relato de Jordi Lara fascinante de punta a punta
'El gato y las estrellas' parece que inaugure un nuevo giro en la trayectoria del autor de 'Una máquina de espabilar aves de noche'
'El gato y las estrellas'
- Jordi Lara. Con pinturas de Paula Bonet
- Proa
- 128 páginas / 21,50 euros
Si pediéramos al ChatGPT que, con la ingente información de la que dispone sobre el escritor Jordi Lara (Vic, 1968), nos escribiera un relato imitando su estilo, su alma imaginativa, dudo mucho que nos diera un producto tan singular, ya la vez tan redondo, como éste. El gato y las estrellas parece que inaugure un nuevo giro en la trayectoria del autor deUna máquina de espabilar pájaros de noche (2008) y Mística coneja (2016). No existe la celebración de la memoria que encontrábamos en los libros citados, pongamos por caso. Ni tampoco la reconstrucción de un personaje real a través de sus últimos días de vida, como ocurría en Seis noches de agosto (2019) con Lluís Maria Xirinacs. Aquí más bien parece que el autor haya querido hacer una defensa enconada de la ficción per se: el comienzo nos puede recordar aquellos ambientes desertizados, de desbordamiento de la civilización, de algunos autores americanos como Cormac McCarthy. Una tradición que remonta a Faulkner también.
Con este nuevo libro, Lara nos ofrece una narración hipnótica, extrema, poética. Una pequeña joya, un relato fascinante de punta a punta. Lo que suele conocerse como una distopía. O una especie de fábula mística, con un arranque magnífico: el protagonista, empuñando un cuchillo, se afana en despegar del asfalto de una carretera los restos de un animal, que han quedado adheridas –y que, posteriormente, utilizará de abono para su huerto.
Santos Haddouche es un músico de renombre internacional que ha abandonado a gratciente el mundo. Vive en un sitio bien inhóspito, donde también han ido a raer otros miembros de la reserva cultural del país. Como si la sociedad productiva les hubiera ido empujando, para confinarlos y poder olvidarlos más fácilmente. En concreto, está en una gasolinera fuera de servicio. De hecho, la escenografía representa, junto a los dos individuos protagonistas, uno de los atractivos más poderosos de la novela: descampados herbosos, urbanizaciones en un estado de incuria avanzado, polígonos industriales que invitan a la más oscura de las disposiciones anímicas, pistas de tenis sin red y un parque de atracciones montañosa repelado de un viejo aeroplano"–. Por si fuera poco, el mar invadirá la ciudad, dejando todo desperdicios putrefactos, que flotan amenazadoramente. La pesadilla apocalíptica parece muy cerca.
El músico ha dejado de componer, aunque, "seguramente", como afirma la protagonista –que es quien lleva la voz relatando–, lleva la música "cosida a las vísceras". Como si nunca lo hubiera hecho, pese a su excelencia, plasmada en una obra que perdurará. Así, un Salinger de nuestros días, el compositor no quiere saber nada de nadie. Ha renunciado a escribir música, o quizás es que ha abrazado el silencio –que será, al fin y al cabo, la expresión más pura de la música y de todo lenguaje–. Sea como fuere, él ha decidido adoptar el silencio "de la claudicación y la ausencia", el de "la música inmolándose". Ahora bien, una mujer apasionada de su obra no parará hasta encontrarlo, y la búsqueda, como quien dice, se alargará hasta el final de la historia, porque el Santos, pese a su corpenta considerable –130 kilos y una altura más bien discreta–, es un individuo esquivo, antisocial.
Desafiar el algoritmo
Cuando todavía estaba en el mundo, el músico había desafiado al algoritmo, introduciendo pequeños errores en sus obras. Una de las grandes cuestiones que plantea esta nouvelle de ambición filosófica es la obsesión tan humana por encontrar siempre un sentido a las cosas. Santos Haddouche ha hecho un acto radical de renuncia, porque quiere desprenderse del "tormento humano de la conciencia". He aquí la madre de los huevos del relato: admitir que no siempre "la narrativa de la vida nos debía un desenlace con algo de sentido". El compositor aspira a mirar las cosas, a acoger la realidad que le rodea, ya para siempre librado del pesado lastre de la conciencia. De una manera virgen, pues, sin los cogollos o los lazos escurridores de la memoria. Quisiera enfrentarse al mundo como un gato: "¿Sabes qué? –dijo–. Estoy aprendiendo a mirar a las estrellas. Tengo un buen maestro: mi gato sí sabe. Sin buscar razones, sin ninguna ínfula. Sin deseo". El mar, al fin y al cabo, se va haciendo dueño y señor de la representación tan civilizada que es la ciudad. Y el hombre, que ya no se siente desbordar un poco de ego, obedecerá su llamada.