Tres buenos escritores catalanes que rehuyen la fama
BarcelonaLa fama no tenía mala prensa en los siglos de las culturas clásicas de Grecia y Roma –así lo leerá a cualquiera Aurea dicta, como la que se editó en la Bernat Médico–, pero empezó a resultar sospechosa a partir del Renacimiento. Erasmo y Montaigne, del período final del humanismo, no le apreciaban. Quizás el fenómeno tenga que ver con que la imprenta había puesto al alcance de muchos lectores los libros que se escribían: la cantidad hace más ruido que la calidad.
Entre los contemporáneos, Kafka, Musil o Broch despreciaban la fama y guardaban; por el contrario, Thomas Mann (al igual que Goethe) se desvivía por tenerlo, y Proust más de lo que pensamos. A Virginia Woolf le daba igual.
La fama suele conseguirse motu proprio, es decir, cuando la persigue el autor, él mismo, moviendo el culo por donde sea solicitado, y aunque no lo sea. Hoy resulta una empresa facilísima llenar las redes de noticias de uno mismo que, todas juntas, acaban poseyendo el bulto de la gloria: tanto si el autor se la merece, como si no. (Por otro lado, ¿cuántos lectores, hoy en día, son capaces de discernir entre un libro bueno y uno desgarbado, y fruncer la nariz cuando ven que un autor que les parece flojo alcanza una fama gigantesca?)
la televisión, sospechas ante cualquier berrea que pueda al fin, como suele ocurrir, tergiversar el valor verdadero de su obra. Son gente solitaria, amiga de la discreta comodidad del hogar, paseantes sin compañía, poco amigos de la gestualidad, trabajadores silenciosos, exigentes, buenos conocedores de sí mismos... y de la banalidad y la falta de fundamento propias de la opinión común. Diremos tres, para su confort, suponiendo que lo necesiten: Miguel de Palol, Ramon Solsona y Eduard Márquez. Son una muestra significativa. Son buenos escritores; conocen sus virtudes y sus límites, y todavía tienen más respeto por esa conciencia íntima que no se deleita por la fama, que viene de fuera.