Crítica literaria

Cuando la verdad de la vida se impone a las costumbres y la política

Este título, uno de los más conocidos de Txinguiz Aitmátov, retrata la existencia sencilla de unos hombres y mujeres durante la Segunda Guerra Mundial

Jamila Txinguiz Aitmatov

  • Editorial Karwán
  • Traducción de Marta Nin
  • 108 páginas. 17 euros

Cuesta imaginar a un escritor de biografía y trayectoria más soviética que Txinguiz Aitmátov (Sheker, Kirguizstán, 1928-Nuremberg, Alemania, 2008). Hijo de un kirguís y una tártara, creció en la época en que su país –sometido al Imperio ruso desde finales del siglo XIX– se estaba convirtiendo en una pieza más de la colosal maquinaria de la URSS. Su padre, acusado de nacionalista burgués, fue ejecutado durante las purgas estalinistas de los años 30. Sin embargo, Aitmatov prosperó: estudió literatura en Moscú, trabajó en Pravda, fue leído masivamente y traducido a decenas de lenguas, recibió el Premio Lenin (el Nobel comunista)... Más soviético.

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Y, sin embargo, la novela breve Jamila, uno de sus títulos más conocidos, que ahora nos llega en catalán en una traducción de Marta Nin, es de un sovietismo al menos dudoso. Es cierto que cuando se publicó, en 1958, Stalin ya había muerto y se habían abierto rendijas de claridad en la oscuridad totalitaria del régimen. Y es cierto, también, que el hecho de que la novela transcurra en un entorno eminentemente prepolítico, Kirguistán más rural durante la Segunda Guerra Mundial, hace posible que ciertos debates ideológicos explícitos puedan esquivarse. Aun así, el trasfondo patriótico de la obra –una declaración de amor a la tribu ya la tierra, no al estado–, el tratamiento de la naturaleza y de los personajes –poéticamente panteísta y humanista– y el mensaje de la obra –que vendría a decir que “la verdad de la vida” y la libertad son más importantes que los viejos prejuicios antisoviéticos. O, al menos, asoviéticos.

Como una pintura de gran formato

El argumento es imponente y esencial a la vez, como una pintura de gran formato que retrata la vida sencilla de unos hombres y mujeres, de una comunidad, mientras se despliega y evoluciona dentro de la magnificencia panorámica de un paisaje que los supera pero también los abraza, les da sentido y les explica. Estamos en el tercer año de la guerra contra los nazis, es decir en 1944, en un remoto poblado de Kirguizstán profundo, donde conviven, en una forzada armonía, la fe islámica, las costumbres seculares del lugar y la colectivización estatal ahora puesta toda ella al servicio del esfuerzo de guerra. Como la mayoría de los hombres están en la frente luchando contra los nazis, el trabajo duro de recoger el grano, ponerlo en sacos y llevarlo con carretas hasta la estación de tren recae en las mujeres y los chavales. Los dos protagonistas de la novela son, justamente, una mujer joven, casada pero con el marido en la frente, y un chiquillo, el narrador y el cuñado (aunque los vínculos familiares son complejos y el autor les explica con detalle) de la mujer.

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La aparición de Daniar, un desconocido que ha estado en la frente y vuelve herido, lo cambia todo. El mundo eterno y estable de las estepas inmensas, de los cielos infinitos, de los valles y los ríos y las montañas que siempre son como son, es enriquecido de repente por el amor prohibido entre un hombre y una mujer. A través de los ojos inocentes pero perspicaces de su narrador, Aitmátov nos lo cuenta con una agilidad de contarella antigua y una sensibilidad de poeta que tiene más fe en las epifanías del corazón que en las leyes y tabúes clánicos y en las doctrinas de la política.