El detective salvaje que se quedó en el Raval
El poeta Bruno Montané y la editorial Ediciones Sin Fin mantienen vivos a los autores más olvidados del infrarrealismo retratado por Bolaño en ‘Los detectives salvajes’
BARCELONA“Bruno Montané, Chile, 1957. Se va de gira a Ibiza con la orquesta Neptuno”. Roberto Bolaño resumía con este texto breve la aportación de su amigo y poeta a uno de los fanzines inéditos que publicaron juntos en Barcelona, el número 3 de Berthe Trépat, del año 1984.
“Rodrigo Lira. Chile, 1948-1981. Publicó algunas cosas antes de diñarla” o “Roberto Bolaño, Chile, 1953. Tiene un abrigo de cuero valorado en 50.000 pesetas” son otras definiciones que enseña Bruno y que rescatan el sentido del humor ácido de la escritura del autor. La muerte -en el Hospital Vall d'Hebron- y el éxito, o el éxito y la muerte, del célebre escritor chileno dejaron una telaraña internacional de huellas infrarrealistas, como se denominaba el revolucionario movimiento de poetas y escritores en contra de la academia en el cual participaron los dos y que Bolaño inmortalizó de manera icónica en la novela Los detectives salvajes, una joya de la literatura universal y de culto que vivió, como su autor, en Barcelona y Blanes gran parte de sus episodios.
En el mismo Raval, muy cerca del Cafè Cèntric que aparece en la novela y que frecuentaban los escritores, Bruno Montané Krebs repasa recuerdos de su vida y de su amistad con Bolaño, nacida en México y consolidada en Barcelona. Lo hace en una conversación de dos horas de las de antes, sin mirar el móvil y entre el sonido de cotorras argentinas y el murmullo del chorro de la fuente del patio lleno de plantas de la Central del Raval. Fuera de la novela, sentado ante el café, sigue siendo una persona anónima que mira el precio de los platos que pide, sufre la precariedad “desde bien antes de la crisis del 2008” y alterna trabajos de otros tipos con su tarea como corrector freelance para editoriales. “No he podido cotizar mucho y no siempre llego a un salario”, dice a sus 64 años, calculando que no se podrá jubilar. Al menos, celebra, vive en un pequeño piso de renta antigua en el Raval, donde paga “menos de lo que pagaría por una habitación”.
La precariedad no impide a Bruno seguir escribiendo poesía, “pero no al ritmo de Bolaño, que se podía pasar dos noches seguidas escribiendo y después echarse una siesta de quince horas”. Su último libro publicado es la antología El futuro (Candaya, 2018), y en 2016 la pequeña editorial El Llop Ferotge le publicó por primera vez Setenta-set poemes en català, que decían cosas como “el amor es la bolsa llena de sangre / donde respiran los prisioneros”. Bolaño dijo de él que era “uno de los mejores poetas chilenos” y que “su poesía está hecha de pinceladas en el aire”. Todavía hoy, unos 40 años después de llegar a Barcelona, su obra es más valorada en su Chile natal, donde solo vivió la infancia, que aquí.
Pero Bruno todavía tiene otra humilde lucha para que no se apague la llama de alguno de los autores que pasaron de ser personajes imparables en la novela Los detectives salvajes a escritores más o menos anónimos de suertes diversas. Lo hace con la editorial Ediciones Sin Fin, que lleva con su socia Ana María Chagra. Por Sant Jordi publicaron Ala prístina, de la hasta ahora inédita Mara Larrosa, que en la novela de Bolaño se llama Maria Font. Fue el primer libro de la escritora, que respondió con un breve “sí” “por WhatsApp” a la propuesta de la editorial.
Seguir el rastro en la vida real de los personajes de la novela, a muchos de los cuales no les gustó cómo eran caracterizados, se ha convertido en una afición de los fans de Bolaño y del periodismo cultural latinoamericano, como se puede comprobar fácilmente en Google. Muchos de ellos tienen textos publicados en la editorial de Montané y Chagra, como Mario Santiago (en la obra, Ulises Lima), que murió en 1998 y al cual Bolaño pilló un día leyendo en la ducha. Entre los otros autores publicados en la editorial está también Darío Galicia -Ernesto San Epifanio en la obra de Bolaño-, que asumió en plenos años 70 su homosexualidad en México y al que en 2008 encontraron, como explica el diario Milenio, en situación de indigencia, pidiendo una máquina de escribir, después de que lo hubieran dado por muerto. También Cuauthemoc Méndez, al cual nunca se había editado hasta que en 2017, 13 años después de su muerte, lo hiciera Ediciones Sin Fin, que ha conseguido que los detectives salvajes más desconocidos perduren en el tiempo.
Exilios de ida y vuelta
La contradicción entre querer pasar página y no revivir tan a menudo los años junto a Bolaño, y la dulzura de los recuerdos a su lado, es una constante en la conversación de tres horas con Bruno, a quien no le gusta el titular propuesto. “Esto del detective salvaje está muy gastado, es una especie de arquetipo romántico melancólico”, dice. Tampoco quedó muy satisfecho con el hecho de que Bolaño utilizara en la novela, de manera irónica, el nombre de Felipe Müller, en parte porque el nombre completo de Bruno es Bruno Felipe, pero también como evocación de un superviviente judío que en el libro Tres años en las cámaras de gas explicó como acompañaba a las víctimas, sacaba los cadáveres e incineraba los cuerpos o los enterraba en fosas comunes. “Roberto había leído mucho sobre la Guerra Mundial, lo apasionaba la idea del terror”, dice.
La historia familiar de Bruno está marcada por el exilio de ida y vuelta. Su abuelo paterno estaba estudiando en Barcelona para ser cura cuando se enamoró de la hija del portero de su edificio. “Los Montané renegaron de esta relación”, explica, así que la pareja huyó a Chile, donde crecieron 4 de los 5 hermanos, entre ellos el padre de Bruno, que era el pequeño. “Cuando quedó viuda, mi abuela volvió a Barcelona, pero con la Guerra Civil volvió a marchar”, dice Bruno, que recuerda que su padre le explicaba que “su hermana le echaba un colchón encima para protegerlo cuando había un bombardeo de la aviación italiana”.
La guerra, pues, los hizo volver a Chile, pero cuando lo Bruno tenía 15 años llegó el golpe de estado de Pinochet. “Recuerdo ver a quince calles de casa los aviones de guerra Hawker Hunters lanzando cohetes contra el Palacio de la Moneda”, el palacio presidencial, relata Bruno. Y así fueron a parar en México DF, donde, a través de amigos en común, Bruno fue a parar a casa de los Bolaño. “Me lo encontré en la puerta de su casa y le dije que buscaba a los Bolaño”, explica. Se hicieron amigos y entre escritores y escritoras mexicanos, chilenos y de otras nacionalidades crearon el infrarrealismo, que, inspirado en parte por el movimiento Zero Hora de Perú y los beatniks norteamericanos, reivindicaba una literatura pura, pasional, de calle, atrevida en las formas como vanguardia que hiciera frente a la academia y a la idea de alta cultura. “Hacer aparecer nuevas sensaciones. Subvertir la cotidianidad”, decía uno de los fragmentos del manifiesto. “Para la arquitectura y la escultura los infrarrealistas partimos de dos puntos: la barricada y la cama”.
Ruta Bolaño en el Raval de Barcelona
Después de vivir la adolescencia apasionada por la escritura en la capital de México, con encuentros en el Café La Habana o en el Parque de Chapultepec, hasta el punto que abandonó los estudios para dedicarse a escribir, Bruno se trasladó con 19 años, en 1976, a Barcelona, donde dice que “ya se empezaba a respirar un ambiente de libertad en plena Transición”. “Veo cómo viven ahora algunos latinoamericanos en Barcelona, con muy poco, en pisos pequeños, y se asemeja bastante”, rememora. La ruta apócrifa de Bolaño, que volverá este julio a las calles de la ciudad (y que cuenta con un audio de WhatsApp de Bruno), rememora aquellos días en los cuales compartían precariedad en el centro de la ciudad. Bolaño llegó a Barcelona poco después de Bruno, con su madre, y reforzaron una amistad que duró hasta la muerte del escritor, en 2003, todavía sin la fama que lograría años después. En la portada de El País, por ejemplo, la muerte apareció entre las menciones pequeñas, en una esquina y sin foto.
Otros autores infrarrealistas pasaron por Barcelona durante aquellos años [como Mario Santiago, Ulises Lima en Los detectives salvajes ], pero Bruno es el único que se ha quedado hasta hoy por las calles del Raval, donde ideaban aquellos fanzines literarios de limitadísima tirada que todavía guarda como tesoros. Así lo explica en la novela: “Creo que fue aquel verano cuando nos pusimos de acuerdo para separarnos del realismo visceral. Publicamos una revista con muy pocos medios y una casi nula distribución y escribimos una carta en la cual nos dimos de baja del realismo visceral. No abjurábamos de nada, no hablábamos mal de nuestros compañeros en México, simplemente decíamos que ya no formábamos parte del grupo. En realidad, estábamos muy ocupados trabajando e intentando sobrevivir”, escribe en el libro, donde señala que en el fondo, recuperando los años de infrarrealismo en forma de literatura, demostraba que nunca acabaron de romper.
Bruno todavía recuerda las broncas de Bolaño porque él no escribía tanto como su amigo. “Me llamaba y me decía: «¿Cuánto has escrito hoy? ¿Nada?»” También lo ayudaba con sus correcciones, que tenían que copiar: Roberto leía el original y Bruno picaba con las correcciones en una máquina de escribir. “Teníamos incluso un código, un golpecito para las comas, dos para los puntos”, rememora. Del oficio de corrector de su amigo, como de casi todas las cosas, Bolaño sacó inspiración para un relato. Felipe Müller y el relato del corrector no fueron las únicas aportaciones de Bruno a la literatura de Bolaño. “Mi padre, que marchó a vivir a Sonora, era arqueólogo e hizo un atlas de aquella región. Fue el atlas que [en parte] inspiró a Bolaño para 2666. Nunca estuvo, en Sonora”.
Volver a Chile de la mano de Panero
Bruno sí que ha estado en Sonora una decena de veces para visitar sus padres. La vez más larga, para cuidar a su madre, en 2010, hasta que murió. La falta de dinero y el hecho de que sus padres vivieran en México, en cambio, le impidieron refutar o validar los recuerdos de la infancia de su Chile natal hasta el año 2004, y también fue de la mano de la literatura, en una situación propia de un personaje de novela. “Me ofrecieron acompañar a Leopoldo María Panero, célebre poeta con un trastorno mental, para ayudarlo en todo en una visita a Chile donde se encontraría con Nicanor Parra, que además era uno de los autores de referencia de Bolaño”, narra. La aventura fue inolvidable. “Me acabó llamando «el Maravillas », porque le hacía de todo: de camarero, de secretario…”
“¿Tú eres poeta o cuidador de locos?”, le llegó a preguntar Panero, que temía que Bruno se quedara en Chile. “Pero tú vuelves conmigo, ¿no?”, le decía. De las conversaciones con Parra, recuerda Bruno, se llegó a cansar: “Era como una radio, hablaba mucho”. “Y llegó a decir: «A ver si hacéis de una vez el sindicato para torturar a Panero». La tortura era escuchar a Parra, que me preguntaba qué había dicho Panero y yo, de alguna manera, se lo traducía. «Qué bueno, qué bueno», decía Parra, y lo escribía en un cuaderno, se pasaba el rato escribiéndolo todo en un cuaderno”, rememora Bruno. Fue un viaje “casi clandestino”, ironiza, donde no tuvo tiempo de reencontrarse con muchos familiares o amigos de infancia. También, claro, hablaron de Bolaño, que había muerto un año antes, y que había reivindicado la figura de los dos poetas en vida. “¿Es este escritor que ha estado en la tierra de los muertos?”, preguntó, como si en algún momento Bolaño hubiera vuelto a la vida.
Al final de la conversación, Bruno se acerca a la grabadora que está grabando la entrevista y la mira, como si quisiera mandar un mensaje. “Bórralo todo, Germán, ¡que todo es mentira! Otro día quedamos y te explico la versión real”, dice. “Esta broma la podría haber hecho Bolaño”, añade. O Panero.