Bebidas y comidas literarias, antología desordenada
Una ruta por los locales donde numerosos artistas y escritores buscaban llenar el estómago y encontrar la inspiración
La relación entre literatura y restauración, tan clásica, tan fértil, tan trufada de estímulos e influjos, tan llena de simbolismos, de mítica nocturna, de flirteos con la joie de vivre, con el hedonismo, con la inspiración, con los relatos fundacionales. Un texto sobre un tema tan clásico merece tener su punto de partida en otro clásico. Jaime Gil de Biedma, en su relato Revista de bares (o apuntas para una prehistoria de la difunta Gauche Divine) -incluido en el libro antológico El pie de la letra. Ensayos completos (Lumen, 2017)-, repasa, describe, califica, pondera y exagera los bares y restaurantes barceloneses que frecuentaba durante los años 50 y primeros 60.
Aparecen el Stork del pasaje Arcadia y el Flamingo, también el Blue Note de la Plaça Reial y el Pirata de Gràcia. El Whisky Club y El Bache, el Doblón y La Jaula de Vidrio. Son, como el mismo nombre del texto indica, los años previos a la Gauche Divine que entronizó al Bocaccio y la calle Tuset como sedes incontestables. Antes, cuando la noche empezaba, se reunían en Can l'Estevet, el restaurante de la calle Valldonzella al cual todos se referían como Mariona. Así se llamaba la dueña. Los cerebros, las almas y los bajos vientres de Eugenio Trias, Román Gubern, Òscar Tusquets, Beatriz de Moura, Carlos Barral, Rosa Regàs, Juan Marsé, Josep Maria Castellet, Ana Maria Moix, Jorge Herralde, Salvador Clotas -por citar solo aquí los miembros de la Gauche explícitamente literarios- latían con fuerza gracias a los guisos, las ensaladas y los espirituosos que tantas noches consumían donde Mariona, en la Plaça Reial y en los locales de unos barrios bajos que tanto les fascinaban. No todos los bares que frecuentaban servían comer, pero siempre se las apañaban para conseguir un bocadillo a medianoche que les hiciera de almohada. Por no salir del Raval, es bien sabido que en la plaza del Pes de la Palla repicaba como unos cascabeles dentro de la cabeza y el imaginario de Terenci Moix, pero era la Granja de Gavà, en Joaquim Costa (antigua Ponent), la que la posteridad señala como el lugar donde nació. También es posible que os ronde por la cabeza que el bar restaurante Cèntric de la calle Ramelleres fue muy importante en la vida de Roberto Bolaño. Pues tenéis razón: es tan importante que incluso aparece en Los detectives salvajes.
Los irreducibles Flash-Flash y Giardinetto, el uno frente al otro en la calle Granada del Penedès, imaginados por las mentes visionarias de Leopoldo Pomés, Federico Correa y Alfonso Milá, son también escenarios inherentes al hervidor de ideas de la Barcelona de los años 70, la Barcelona del Boom que tanta mítica arrastra. Hoy no es complicado coincidir comiendo, cenando o tomando una copa con Javier Cercas, Ignacio Martínez de Pisón o David Trueba.
Manuel Vázquez Montalbán era coetáneo de la Gauche pero no mantenía con ellos una relación muy fluida. Con su militancia comunista no casaban muy bien los valores digamos acomodados. Pero no es ningún secreto que compartían el gusto por la buena mesa y los placeres profanos de la vida. Casa Leopoldo, en la calle Sant Rafael -continuamos en el Raval-, era la confesada segunda casa de MVM y su estimado Carvalho no podía serle ajeno, claro. El detective y sus queridos Charo y Biscúter también se ventilaban, al paso de las páginas leídas, merluzas al horno, albóndigas con sepia y una buena capipota. Leopoldo no es un escenario literario, es literatura. En sus mesas, además de MVM, también se han homenajeado Félix de Azúa, Joan de Sagarra, Juan Marsé y Eduardo Mendoza. Tertulias, sí, como la que el mismo Sagarra y Enrique Vila-Matas tienen con unos cuantos acólitos irreducibles todavía hoy -siempre que el coronavirus lo permita- cada domingo por la mañana en el Tapas 24 de la Diagonal con Tuset. Antes era el José Luis, de ambiente madrileño, camareros con hombreras y ambiente señorial. Ideal para encontrar calma espiritual y meditar una buena película después de salir del vecino Boliche.
Más allá de Barcelona
El café bar Poetas, de Tarragona, se creó en los 70 bajo la poderosa influencia de Maria Aurèlia Capmany y Jaume Vidal Alcover. De entre sus paredes, efluvios y aromas surgió el grupo literario La Gente del Rayo, mayoritariamente alumnos universitarios de Vidal Alcover. También por aquellas tierras, en el Bar del Port de Calafell, el gran Carlos Barral edificó un sentimiento, una manera de ser y de ver el mundo. Mucho más arriba, la bahía de Cadaqués acumula historia e historias de artistas, poetas y diletantes. El Marítim, delante del mar, claro, era patria confesa de Salvador Dalí y Marcel Duchamp, y Gabriel García Márquez lo cita en un cuento del libro Doce cuentos peregrinos. El mismo viento de mar en la cara lo percibieron, con gusto, Umberto Eco y Javier Tomeo, y hoy es el poeta (confeso traficante de ideas) Vicenç Altaió quien es parroquiano. Y de vuelta en Barcelona, vale la pena subir hasta arriba del monte Carmel y echarse la mejor caña del mundo en la barra del bar Delicias, justo junto al Pijoaparte de Marsé, mientras cavila que la verbena de San Juan es el marco mental ideal para desplegar sus planes de futuro con Teresa.
No es ningún bar, de acuerdo, ni ningún restaurante, pero no puedo evitar situaros, para acabar, en la sala noble del Institut d'Estudis Catalans a mediados de los años 20 del siglo pasado. Es la sala que describe Josep Pla a su estrafalario Homenot dedicado a Joaquim Ruyra. Estrafalario porque nunca conoció al autor de Marines y boscatges, todo el texto lo escribe por referencias, valiéndose de lo que le han explicado, ha leído o ha cotilleado. Un ejercicio de estilo. La mesa grande de la Sección Filológica está bien dotada de pastas, de pasteles, de brazos gitanos, de repostería variada, todo tipo de dulces para satisfacer el ánimo depredador de la pandilla de glotones que se daban cita allí. Dejemos hablar a Pla: “Ruyra es goloso y se complace, antes de tragar el producto delicado, de palparlo, de constatar la densidad de la crema, de pasar los dedos sobre las graciosas flaquezas de la confitura, de buscar el punto más suave de la costra de chocolate.
"-¿Que no comen? Son una delicia -dice sin levantar la cabeza, entorpecido por las solicitaciones amables de la plata, el virtuosismo digital ejerciéndose de pleno sobre los puntos más tiernos, las uñas ilustradas con migajas doradas. Los filólogos se lo miran y se miran desolados pasándose el «ya sufriremos» de aspecto más irreparable.
”Naturalmente, nadie come. Qué faena, sin embargo, hacerle entender, con la discreción exigida por el respeto, la absoluta falta de hambre que de repente se ha apoderado de la filología oficial. Carner se encuentra un poco destemplado. Fabra se inventa una diabetes rápidamente. Griera habla de una prescripción facultativa. Agotadas las enfermedades, el último filólogo se tiene que defender con una cuestión de principios”.