El (último) portero de mi vida

En una iniciativa ideada por mí, bajo el paraguas de la Fundación del Espanyol y cancelada por la pandemia (Pensamos el Espanyol: un grupo de pericos de la cultura y de la comunicación que queríamos analizar y repensar la identidad del club) salió la idea más brillante: el guardameta del Espanyol debería ser siempre el portero titular de la selección de Camerún. Porque, para pericos de distintas generaciones, los porteros de su vida han sido N'Kono o Kameni. Y para los de la mía, ambos. Ha habido otros. En mi caso, todo empezó con Borja (no era el mejor, pero fue el primero). Después, amé a Urruti antes de un “te quiero” genérico y lejano. También Diego López jubilado prematuramente tocando la cuarentena y Gorka Iraizoz que podía haber sido todo si no hubiera tenido la competencia más difícil.

Se ha escrito mucho sobre los porteros. Lo han hecho premios Nobel y los mejores poetas. No consta, en cambio, que existan grandes escritos ni poesías sobre los laterales derechos. El guardameta es la singularidad en un juego de equipo. Es el máximo defensor de los colores del equipo sin llevarlos en la camiseta. Sus errores equivalen a goles. Incluso a descensos. Por delante del mal juego y de los robos arbitrales, el nuestro del año pasado tiene dos nombres propios: Lecompte y Álvaro.

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Y ahora, he vuelto a encontrar al portero de mi vida. Seguramente será el último: él es joven y yo tengo ya una edad. Joan Garcia, con la inmensa, grandiosa y eterna doble paro del otro día se ha coronado como nuestro guardameta para los próximos años. Debe ser el portero del ascenso. Un ascenso en el que –incluso si tenemos que ganarlo en los play-off– no habrá tanda de penaltis. Porque aquí sí que no hay ni portero ni magia perica que valgan. Sólo hemos ganado una importante y fue cuando en la portería estaba el portero más suplente de la historia.