¿Por qué, en Navidad, quién nada estrena nada vale?
Cuando llega el 25 de diciembre y nos engalanamos para la comida de Navidad, hay una costumbre que muchos damos por sentado: estrenar alguna prenda, sea un vestido, una camisa o, en el gesto más minimalista posible, unos calzoncillos o unos calcetines. Lo recuerdan dichos catalanes tan elocuentes como "En Navidad, quien nada estrena, nada vale" o "Quien no estrena en Navidad, persona que da igual". Si pensamos en la vivencia actual de las fiestas, marcadas por un consumo desbocado que a menudo ha borrado cualquier rastro de significado religioso, es fácil interpretar esta práctica como una expresión más del consumismo navideño. Sin embargo, el hecho de que estos dichos del costumario oral catalán se documenten por escrito ya en el siglo XIX sugiere una realidad muy distinta: la de una norma social bastante más antigua, probablemente arraigada en el Antiguo Régimen o, como mínimo, en una economía doméstica preindustrial.
La idea de estrenar ropa se ha asociado desde antiguo a diversas festividades y momentos destacados del año, con clara voluntad de renovación simbólica. El cambio de ropa materializa así el paso a una nueva fase del ciclo anual. En este sentido, la configuración de la festividad cristiana de Navidad se inscribe en un contexto en el que ya existían celebraciones del solsticio de invierno, como las Saturnales de la Antigua Roma, dedicadas a Saturno, uno de los principales dioses del panteón romano, y vinculadas al final de un ciclo y al renacimiento del año. Con la expansión del cristianismo, la celebración del nacimiento de Jesús se fijó en un momento del año próximo a estas festividades, favoreciendo una transición cultural menos abrupta. En el marco de las Saturnales, los banquetes, el intercambio de regalos y el uso de una indumentaria excepcional formaban parte del carácter extraordinario de la fiesta.
Si repasamos siglos de historia de la pintura, encontraremos un despliegue generoso de reyes y nobles engalanados con sus mejores mudas. Claramente se debían a una dinámica cortesana, basada en la escalada social a través del alarde. Sin embargo, para la mayor parte de la población, las ocasiones de lucir ropa excepcional eran mucho más escasas y estaban estrechamente vinculadas a la religión. La mejor vestimenta servía para separar la vida ordinaria de la sagrada y, a la vez, para disciplinar los cuerpos según las normas morales del cristianismo y el orden social que éste legitimaba.
Vestirse del domingo no implicaba necesariamente lucir ropa lujosa, pero sí la mejor de la que se dispusiera en casa. Esta práctica, que en la Inglaterra victoriana se conocía como sunday best, partía de la idea de que asistir a misa dominical exigía presentarse en estado de decencia. La ropa del domingo se convertía así en una categoría estable dentro del vestuario doméstico, reservada para el tiempo sagrado y diferenciada claramente de la ropa de cada día.
Cabe recordar, además, que estas celebraciones tenían una dimensión profundamente comunitaria. El domingo era el gran escaparate social de las comunidades, y la iglesia funcionaba como espacio público por excelencia. A través de la ropa del domingo se hacía visible quien había prosperado, quien había empobrecido y quien mantenía el orden moral y familiar. Cuando llegaban fiestas tan significativas como Navidad o Pascua, esta lógica se intensificaba: si el domingo exigía ya la mejor ropa, una solemnidad mayor podía justificar el estreno de una prenda nueva.
No será hasta la segunda mitad del siglo XX cuando la liturgia cristiana dejará de tener un peso determinante en los protocolos vestimentarios. A partir de entonces, el hecho de mudarse y estrenar ropa quedará progresivamente regido por el ocio, la moda y las decisiones individuales. Pero es evidente que, si este 25 de diciembre la tía aparece con lentejuelas, el cuñado luce su mejor jersey de cachemira y la limpia calza unos zapatos de charol, sabremos que, más allá de las meras apariencias, todo tiene unas raíces profundas que se adentran en siglos de historia.