Testimonios

"No quiero estar sola porque me pongo triste y empiezo a llorar"

Retratamos las distintas caras de la soledad no deseada a través de cuatro testimonios que sufren ese mal silencioso

BarcelonaFernanda, de 76 años, es de la generación por no molestar. De aquella que prefiere callar, tragar, aguantar. Todo por no molestar, aunque eso la mine por dentro. Tiene tres hijos pero vive sola porque, según dice, un hijo reside en Londres, una hija está en Madrid, y la que vive en Hospitalet de Llobregat le basta con trabajar y encargarse de los hijos y de la casa, y sólo le faltaría tener que cuidar de ella. Y Fernanda lo que no quiere por nada del mundo es ser una carga, aunque se sienta sola.

Andrii tiene 15 años y también se siente solo, aunque es uno de los privilegiados que han podido huir de la guerra de Ucrania. Aquí, en Catalunya, está a salvo, pero todos sus amigos se han quedado en Ucrania. Para él, la soledad es más dura que la guerra.

Plácido, de 60 años, también tiene su propia guerra interna. Dice que está harto de jugar y quedarse sin un duro, pero cuando ve la máquina tragaperras en el bar no puede evitar probar suerte. Pero lo único que gana es que la máquina le deje sin dinero. Por el camino también ha perdido amigos, familia, todo. Se ha quedado solo.

Lucy, de 48 años, también lo perdió todo en Perú: su hija, su madre, su pareja, su empresa. Por eso vino a España, en busca de una nueva vida. Pero lo que nunca imaginó es que acabaría completamente sola, durmiendo en la calle.

La Obra Social Sant Joan de Déu organiza a partir de este lunes una nueva edición de la Semana contra la Soledad no Deseada, una campaña que incluye una gran variedad de actividades e iniciativas para visibilizar y sensibilizar que la soledad no deseada se ha convertido en una epidemia que afecta a todo tipo de personas. Muchas quizás las tenemos cerca y no somos conscientes de ello. Y sin embargo, todos podemos poner nuestro granito de arena para combatirla. Fernanda, Andrii, Plácido y Lucy tienen la suerte de recibir apoyo en centros de Sant Joan de Déu.

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La Fernanda

Fernanda Zapata Paz acude cada día de nueve de la mañana a las cuatro y media de la tarde al hospital de día de trastornos cognitivos Parc Sanitari Sant Joan de Déu, en Esplugues de Llobregat. Dice que eso le ayuda a tener una rutina, a relacionarse con gente, y que incluso ha hecho un par de amigas, Carmen y Juani. "Pero el 30 de noviembre se me acaba. Cuando salga de aquí no sé a dónde iré, porque las residencias son muy caras", lamenta.

Cobra una pensión de 700 euros al mes y vive en un piso de alquiler que le pagan sus hijos. En efecto, tiene hijos y nietos, pero hacen su vida porque Fernanda dice que no quiere ser una carga, ni que sus hijos sufran porque "ya han sufrido mucho". Su padre, asegura, les daba muy mala vida. Y a ella también.

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"Tú calla, que no sabes", recuerda que su marido le decía siempre. Así que ella debía callar y aguantar. Y aguantó, aguantó y aguantó hasta que no pudo más. Se divorció hace 19 años después de que su marido se marchara a Perú con otra mujer. Sin embargo, cuando él volvió gravemente enfermo de cáncer, ella se encargó de cuidarle en el hospital hasta su muerte. "¡Cómo no iba a cuidarlo! Lo hice por mis hijos. Era su padre", justifica. Antes ya había cuidado de su madre, que se quedó en estado vegetativo y también murió de cáncer. Y cuando tenía 11 años, perdió a su padre. "Me impresionó verle en casa amortajado encima de la cama".

Fernanda es de un pueblo de Extremadura que se llama Azuaga y aún conserva el acento del sur. Llegó a Barcelona a los 14 años con su madre y dos hermanos. Desde entonces, asegura, ha trabajado toda la vida, y sus hijos también tuvieron que buscar trabajo para pagarse los estudios. Su hijo es ingeniero de telecomunicaciones, y sus dos hijas, administrativas, dice con orgullo.

A simple vista, a Fernanda parece que no le pase nada, tiene buena cara, pero sufre artrosis, fibromialgia y depresión severa. "Siempre tengo dolor de cabeza y no tengo fuerza ni para abrir una botella", lamenta. Se desplaza con un andador y duerme con oxígeno. Le encantaría vivir en una residencia en la que estuviera acompañada, pero no tiene dinero para pagarla y sus tres hijos "están hipotecados". "No dan posibilidades a la gente mayor. Para los que pueden pagarlo, sí. Pero para los que no, nos tienen olvidados". Si está sola en casa, sólo la da vueltas a la cabeza.

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Andrii

Andri es tan alto que pasa casi dos palmos su madre, pero sólo tiene 15 años. De ojos azules, piel muy blanca y mirada esquiva, casi hay que arrancarle las palabras con sacacorchos. Responde con monosílabos. A veces suelta dos o tres palabras seguidas, algunas en catalán y otras en castellano. Y sólo cuando habla en inglés, es capaz de pronunciar una frase entera con sentido.

Dice que cada día se comunica a través del móvil con sus amigos que están en Ucrania. Y que, además de estudiar la ESO en un instituto de Manresa, sigue el curso lectivo en Ucrania a distancia: realiza los trabajos y los exámenes online. "Para tener un plan B", argumenta. Su plan B es volver algún día a Ucrania. Pero de momento el plan A de su madre es no moverse de Catalunya.

Ya volvieron a Kiiv en verano del 2022, cuando hacía pocos meses que había comenzado la guerra, y su madre acabó aterrada por el vuelo constante de drones y las alarmas antiaéreas. Él, en cambio, se habría quedado allí. En Ucrania ha dejado a su padre, sus abuelas y amigos.

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Halyna Istomina, la madre de Andrii, es una artista ucraniana: "Mi hijo se siente solo porque dice que todos sus amigos están en Ucrania. ¿Por qué nosotros estamos aquí?, me pregunta", explica la mujer cuando el chico no está delante, y añade: "Yo entiendo que se sienta así porque, cuando llegamos a Catalunya no tenía amigos ni comprendía el idioma". Además, el joven tuvo que cambiar de instituto tres veces en poco más de dos años y medio.

Primero vivieron un año en Pineda de Mar en casa de un amigo de la familia, hasta que el amigo se cansó y les pidió que se marcharan. Después estuvieron siete meses alojados en un antiguo hotel de Figueres que les buscó la Cruz Roja. Más tarde se trasladaron a Sant Just Desvern. Y desde hace un año viven en un piso de alquiler en Manresa, pequeño pero bonito, que les ha facilitado Sant Joan de Déu Fundació Germà Tomàs Canet.

"En Pineda, mi hijo intentó suicidarse tirándose por la ventana, pero por suerte le cogí a tiempo", confiesa la madre. "Por eso me alegré de que en Figueres nos dieran una habitación en la planta baja", añade con una entereza sorprendente. Asegura que no ha llorado ni una sola vez pese a todo lo sufrido desde que comenzó la guerra. Ahora, que su hijo tiene dos amigas en Manresa, ha recibido apoyo psicológico y le gusta el instituto donde estudia, no puede evitar que se le salten las lágrimas por cualquier cosa. Sueña con que, por fin, él no se sienta solo, y ella pueda encontrar un trabajo en Catalunya.

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Plácido

No tiene amigos ni pareja, y sus hermanas apenas le dirigen la palabra. Admite, sin embargo, que se lo ha ganado a pulso. Plácido Acedo Acedo tiene 60 años y asegura que con trece ya empezó a beber alcohol e inyectarse heroína. Era a finales de los años setenta, en plena Transición, cuando la fiesta y el destape eran lo más de lo más y las drogas se consideraban inocuas. Pero para Plácido no lo fueron.

Con 18 años ya estuvo seis meses en prisión por robo. Y ahora, en la cuenta atrás para la jubilación, tiene esquizofrenia y ha llegado a sufrir episodios psicóticos, con alucinaciones y delirios. Dice que su madre siempre le intentó ayudar, incluso cuando estaba en lo más profundo del pozo. Pero su madre murió en 2003 durante una operación de corazón, y su padre, dos años antes, a causa de un cáncer de vesícula. Ahora vive solo. "Es duro estar en casa de los padres, con todas las fotografías y recuerdos. Pero ¿dónde puedo ir, si no?", se pregunta.

Plácido asegura que logró desengancharse él solito de la bebida y la heroína. Pero a raíz de la muerte de sus padres, cayó en otro abismo: el juego. Tiene prohibido entrar en casinos y bingos, pero nadie controla quién juega con las máquinas tragaperras. Y están por todas partes, en cualquier bar.

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"Me he intentado suicidar varias veces y no lo he conseguido. Estoy harto de jugar y quedarme sin un duro", se queja. Pero no puede evitarlo. Se siente un incomprendido. Cuando está en el bar, ve la máquina tragaperras allá, a la vuelta de la esquina, y piensa: "Probaré a ver si gano algo". Pero lo único que gana es quedarse sin nada. En dos o tres horas puede fundirse mil euros, el sueldo de todo un mes. Trabaja barriendo y destruyendo documentación confidencial en el centro especial de trabajo INtecserveis Sant Joan de Déu, en Sant Boi de Llobregat, donde también recibe acompañamiento psicosocial. Su psicólogo, Jordi Vilà, explica que ahora pretenden solicitar medidas de apoyo judicial para que no siga dilapidando su capital.

"Echo de menos a mi hermana Montse, que es mayor que yo pero con quien solo me llevo diecisiete meses. Me gustaba tomar un café con ella y fumar un cigarrillo", evoca Plácido. Pero el problema es que ahora le debe 2.700 euros. "Cuando le pague, tal vez volverá a hablar conmigo".

Lucy

Lucy Yaqueline Trujillo Olivos tiene 48 años y llegó a España hace poco más de año y medio porque, según dice, necesitaba "un cambio de vida". Atrás dejó Perú, su país natal.

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Con 19 años, ya fue madre de una hija a la que crió sola porque su pareja la abandonó al año de dar a luz. Luego tuvo una segunda hija con otro hombre que también la llevó por el camino de la amargura. "Mi pareja tenía trastorno bipolar, y un día estaba bien y otro mal", explica. Tenía que estar pendiente de que él se tomara la medicación, que se lavara, que se cambiara la ropa. Incluso creó una empresa de confección y organización de eventos para que pudieran trabajar juntos y asegurarse de que él tuviera un empleo.

Pero todo se fue al traste cuando su madre enfermó de Alzheimer y ella tuvo que ir a cuidarla. Entonces él dejó de medicarse, perdió el control y la empresa quebró. Pero lo que más duele a Lucy es que su hija de 12 años prefirió quedarse con su padre y sus abuelos, acostumbrada a vivir con ellos después de que ella estuviera ausente tantos meses.

"Mi hija no quiere estar conmigo, mi madre ha muerto, me he separado y me quedé sin trabajo", resume Lucy las razones que la empujaron a venir a España, animada por otros peruanos que le vendieron que esto era casi el paraíso. Pero una vez aquí, nada fue como le habían contado. Inicialmente se alojó en casa de un compatriota que se ofreció a acogerla, pero que después empezó a maltratarla. Así que no le quedó más remedio que dormir en la calle.

"Lloraba y lloraba, no sabía a dónde ir", explica Lucy, que dice que lo único que hacía era dar vueltas de un lado para otro con su maleta. Un hombre, también peruano, le ofreció que se instalara en su coche, aparcado en una calle del distrito de Nou Barris de Barcelona y donde vivió dos meses y medio. Sola, con miedo, sobre todo por las noches. Para lavarse, iba a una fuente. Para comer, recurría a Cáritas. Sin embargo, entonces nunca explicó a su familia en qué situación se encontraba: "Llamaba a Perú y les decía que estaba bien".

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Lucy salió de la calle gracias a la ayuda de los servicios sociales del Ayuntamiento de Barcelona. Ahora se aloja en el centro residencial La Llavor, porque hace tres meses la operaron de una alteración arteriovenosa en la cabeza y sigue convaleciente. Educada, solícita y amable, va limpia y bien vestida. Nadie diría que ha vivido en la calle. "No quiero estar sola porque me pongo triste y empiezo a llorar", confiesa. Su terapia es leer la Biblia y ayudar a otras personas que continúan en la calle, porque nadie como ella sabe lo duro que es la soledad no deseada.