Vida del afilador que ya no toca la flauta
Los esmolets sustituyen a la mítica moto con el generador por furgonetas y talleres
Cada vez es más difícil escuchar el sonido inconfundible de la flauta del afilador que, como una especie de flautista de Hamelín, saca de las casas todas las herramientas cortantes. “¡El afiladooooor! -gritan- ¡El afiladooooor!” Y con la ayuda de un generador y una motocicleta que chasquea y expulsa humo negro, hacen rodar la piedra que afila la hoja de los cuchillos. "Aún hay esmolets ambulantes, pero es una especie que está en peligro de extinción", sentencia Juli Casabó, que también se dedica a la profesión.
Pero los afiladores como Juli, que saben que el futuro de su trabajo pasa por más tecnificación, están muy lejos de desaparecer: “Nuestra profesión es tan antigua como la prostitución, sólo que se ha transformado ”, compara. Los esmolets no tienen ningún gremio ni asociación que los represente y no existen datos del sector. Sin embargo, el ARA ha contactado con diferentes profesionales y casi todos han jubilado la moto -si es que nunca la han tenido-, han invertido en coches o furgonetas bien equipadas y no tocan la flauta para avisar de su llegada. "Mis clientes son fijos y ya saben cada cuándo voy", asegura Josep Martos, que trabaja sobre todo para restaurantes de la zona del Alt Empordà.
Juli es de los que se compraron una furgoneta Volkswagen Transporter de segunda mano por 10.000 euros y la adaptaron para trabajar dentro. Puso un generador de 3.500 euros y dos máquinas de afilar que le costaron otros 5.000 euros. “Un amigo siempre me dice que soy el afilador 2.0”, ríe. Aprendió la profesión en un matadero y empezó a trabajar para sus clientes y de su padre cuando era comerciante y distribuidor de embutidos.
Ahora ya no suele trabajar en la furgoneta -sólo si algunos restaurantes de lujo que tienen mucho volumen de trabajo se lo piden- y hace diferentes rutas por el área de Girona y la Costa Brava para repartir los cuchillos afilados y para recoger los que debe repasar. El ARA le ha acompañado en uno de estos recorridos que suele hacer cada quince días y pasa por diferentes mercados, carnicerías, pescaderías, restaurantes y alguna industria. Los clientes ya le esperan porque están hartos de derribar merluzas o trocear pollos con herramientas que no cortan y, nada más entrar en el mercado, sin gritar ni tocar ninguna flauta, todo el mundo le conoce y saca los cuchillos. “¿Sabes lo que pasa? Que yo saludo a todo el mundo y, si no me vuelven contesta, al día siguiente les vuelvo a saludar”, explica.
“¿Ya ha parido a tu mujer?”, le pregunta una pescadera del Mercado de Sant Feliu de Guíxols. “No, todavía no, ¡pero ya está al caer!”, responde Juli, que está a punto de ser padre. Le deja la caja de cuchillos afilados, que están puestos cuidadosamente entre cartoncillos -“Yo los trato como si fueran niños pequeños”- y se disparó en la parada de Marc Coll, hijo de una estirpe de carniceros con los que hace años que trabaja. “Uy, antes -recuerda Coll- pasaba un hombre con una Vespa y con una piedra te los afilaba. Pero mi padre nunca quiso trabajar, siempre decía: «Este es vendedor en vez de afilado, te destrempa tanto los cuchillos que después tienes que comprar otros nuevos»”.
“Este es uno de los problemas de nuestro trabajo, todo el mundo se ve con corazón de hacerlo y se animan a muchos farsantes y piratas, y más en épocas de crisis”, critica Juli, que sin perder ni un minuto más se despide de Coll y corre hacia la furgoneta. Allí le esperan una pareja de policías locales que le advierten de que está mal aparcado. Alega que todos los párkings de carga y descarga estaban ocupados y, por suerte, no le piden qué transporta y le dejan marcharse sin problemas. Se detiene a los cien metros, en la charcutería Sole, y deja unos cuchillos al propietario del local, Antonio Arias, con quien aprovechan el momento para hablar de la afición que les une, más allá de los desayunos de tenedor. “Antes la gente tenía cuchillos buenos en casa que duraban muchos años, ahora los compran a Ikea por cuatro duros y cuando ya no cortan se compran nuevos”, explica Arias. “Si la gente hiciera números, le saldría más a cuenta invertir en uno caro y bueno”, añade Juli. Éste es precisamente uno de los motivos porque los afiladores ambulantes están desapareciendo, y los pocos que quedan trabajan para pequeños comercios o restaurantes, y no para particulares.
Por otro lado, Julio explica que hay afiladores que, como él, cada vez trabajan más para la industria cárnica. Antes los propios empleados de los mataderos se afilaban los cuchillos, pero ahora ya tienen un afilador en plantilla o contratan a empresas externas para que lo hagan, sobre todo cuando se trata de herramientas más complicadas. Pero a veces estas fábricas piden inversiones demasiado elevadas "para afiladores de toda la vida". “Una gran empresa me hizo una oferta y, si quieres que te diga la verdad, me eché atrás. No quería poner todos los huevos en la misma cesta”, admite Juli.
Pero también hay empresas más grandes, como Afilatot de Vic, que se dedican casi exclusivamente a trabajar para fábricas y han visto cómo les ha subido mucho el trabajo en los últimos años debido a las externalizaciones de los mataderos . “Para poder pagar las nóminas de nuestros trabajadores necesitamos que una empresa les dé mucho volumen de trabajo. Nada tiene que ver con el afilador que va con furgoneta por mercados y comercios”, compara Estefania de Sancha, portavoz de Afilatot. Estos tipos de afiladores asalariados cobran por convenio un mínimo de unos 1.500 euros brutos al mes.
Durante la pandemia, la facturación de los afiladores ha caído. Carla Mallabré, de Afila el Tall (Barcelona), explica que les ha bajado el trabajo con restaurantes y bares por las restricciones del cóvid-19 tanto en la primera ola como en esta segunda, aunque han trabajado más para comercios de comida preparada. Juli -que cobra de media dos o tres euros por pieza que afila- también ha ganado un 20% menos, y en época de coronavirus, más allá de vender todo tipo de herramientas de corte, también ha distribuido gel hidroalcohólico, guantes de nitrilo, mascarillas… y lo que haga falta para amortiguar el bajón de ingresos. "No me falta trabajo, pero para sacarte un sueldo arreglado tienes que hacer otras cosas aparte de afilar", reconoce.
Cuando Juli hace la ruta por el Baix Empordà también pasa por el puerto de Palamós. "Esto es el palco", indica. Y tira hacia dentro, saluda a quienes cargan las cajas de pescado fresco y entra hasta la sala de las paradas de los pescaderos. Es muy pronto y todavía no hay nadie, pero tampoco necesita. Él mismo decide qué cuchillos se lleva para repasar y coloca en diferentes cajones a los que ya ha afilado, y cambia a los que ya están viejos por unos nuevos. A la mayoría de clientes no les deja ninguna nota para informarles de que ha pasado por allí. "Tenemos mucha confianza", dice.
Una vez ha cargado todas las herramientas para afilar se vuelve hacia Inglés, donde tiene un poco de taller. Deja los cuchillos sobre una mesa metálica rodeada de grandes máquinas y los afila uno a uno, tiene la mano rota y tarda dos o tres minutos por pieza. Los afila con una cinta rugosa que gira a gran velocidad y se refrigera con agua, después los pule y los deja brillantes con unos rodillos como los de limpiar zapatos. “¡Venga, ya está! Incluso podrías reflejarte los dientes”, añade.
Para demostrar que no engaña a nadie hace la prueba con los pelos del brazo, como si se tratara de una navaja de afeitar. “¿Ves? Si lo hubiera hecho con una hoja sin afilar no habría cortado nada”, ejemplifica. “Estas máquinas van muy bien pero no son fáciles de manejar y hay que estar al acecho”, advierte Juli, quien explica que una vez un amigo suyo intentó afilarse los cuchillos él mismo y se cortó. Fueron a urgencias y cuando regresaron no encontraban el cuchillo a ninguna parte, hasta que vieron que había salido rebotido de la pulidora y había quedado clavado en la pared. “Menos mal que no fue hacia él”, suspira.