Netanyahu marca el paso en Oriente Próximo

Cuando en 2018 Trump canceló el acuerdo nuclear con Teherán que había pactado Obama, para Israel fue un error flagrante. A partir de ese momento, Tel-Aviv reclamó a EEUU apoyo para rearmarse: las administraciones de Trump y Biden no han parado de enviar el armamento que ha pedido Netanyahu, también durante el último año y medio de aniquilación en Gaza.

Como Putin, que en Ucrania hace lo que quiere, Netanyahu marca la agenda en Trump tanto en Gaza como en Irán, donde en la práctica ha boicoteado las negociaciones en curso entre Washington y Teherán para reanudar el acuerdo nuclear que el propio Trump frustró en su primer mandato. Las chulescas promesas trumpistas que pondrían fin a las guerras de sus amigos en un visto y no visto han quedado en nada. Todos le han tomado el tamaño; China también, por cierto: el silencio de Pekín sobre la negociación de los aranceles es elocuente. Los líderes mundiales le dejan fanfarronear. Y le hacen poco caso.

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Netanyahu se está haciendo fuerte en Oriente Próximo: está dejando clara su superioridad militar, por supuesto en Gaza, pero también en Líbano, Siria, Cisjordania e Irán. La República Islámica no tiene una capacidad militar equiparable a la de Tel Aviv. Todo apunta a que Teherán subirá el tono de la respuesta en comparación con la que dio el pasado julio, cuando también fue atacado. El ayatolá Ali Jamenei consideró que los ataques son una "declaración de guerra" y insistió en que revelan la "naturaleza vil" de Israel, quien, según dijo el presidente de Irán, Masoud Pezeshkian, recibirá una "respuesta legítima y poderosa". A pesar de la retórica, no parece que tenga que estallar una guerra regional, aunque el riesgo de escalada está ahí. Es una incógnita la dirección que puede tomar el ciclo de represalias mutuas. En todo caso, por mucho que Israel bombardee instalaciones nucleares clave y mate a sus líderes militares y científicos, nada hace pensar que el país de los ayatolás se dará por vencido en su pretensión de tener armas nucleares. El acuerdo con Washington, pues, se aleja.

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El viejo (nuevo) enemigo de Israel seguirá en su sitio, incómodo, como una amenaza latente. Ciertamente, Irán ha perdido fuerzas clave interpuestas con las que inquietaba a Tel Aviv: la caída de Bashar el Asad en Siria y el debilitamiento de la milicia libanesa de Hezbolá le han dejado sin dos tentáculos relevantes. Hezbolá está muy tocada y, además, el nuevo presidente libanés, Joseph Aoun, apadrinado por EEUU, se ha comprometido a desarmarla. Pero a Irán aún le quedan las milicias chiítas en Irak y los houthis de Yemen. El régimen liderado por el ayatolá Jamenei mantiene cartas para seguir jugando su partida. Continuará, pues, siendo un quebradero de cabeza para Israel y para Occidente.

Un Israel que, fuertemente armado, ajeno a las críticas internacionales por la brutalidad inhumana empleada en Gaza y amparado por Estados Unidos –que, aunque Netanyahu vaya a lo suyo, ni lo abandonan ni lo abandonarán–, domina la región, marca territorio y hace una exhibición de fuerza tras otra. Y, sin embargo, Oriente Próximo no es ni mucho menos un lugar más seguro hoy. Tampoco para el estado judío.