La ola ultra amenaza a Cataluña

La encuesta del Centro de Estudios de Opinión (CEO) confirma lo que ya se vislumbraba: la ola ultra amenaza seriamente a Catalunya. Las grandes corrientes ideológicas internacionales siempre acaban llegando. La tendencia al alza de Aliança Catalana y Vox es clara y, de momento, nada parece detenerla. La doble cara que el fenómeno tiene aquí (la cara independentista y el españolista) no puede disimular su fuerza: si ahora se hicieran elecciones, por la horquilla alta el voto de extrema derecha sumaría 34 escaños en el Parlament, junto al PSC como primera fuerza. Naturalmente, en la práctica, en términos de una hipotética gobernanza, Alianza y Vox no podrían ir juntos, pero sí suman en políticas concretas, especialmente en su mirada xenófoba y antiinmigración. Su discurso está condicionando cada vez más la agenda política y los debates, tensionando la convivencia y prometiendo falsos atajos a los grandes problemas del día a día de la gente: vivienda, coste de la vida, lengua, seguridad, burocracia, pero también crisis climática o inestabilidad mundial.

El supuesto discurso antisistema de Alianza y Vox –en realidad no atacan las causas de la desafección política o de las desigualdades, sino que buscan chivos expiatorios en la parte más débil– va penetrando en amplias capas sociales. Los partidos tradicionales, con liderazgos cuestionados y la credibilidad general tocada, no están encontrando la forma de combatir la demagogia antipolítica. Esto es especialmente relevante en el campo independentista, tanto en ERC como en Junts, pero en especial en el partido de Puigdemont, al que la formación de Sílvia Orriols le está robando la cartera del voto tradicional de orden. La decepción del votante independentista parece haber encontrado en Alianza una senda de castigo a los antiguos liderazgos del Proceso y un regreso a la inflamación identitaria más emocional.

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De confirmarse el auge de estas dos formaciones en el extremo derecho del arco parlamentario catalán, la gobernabilidad del país quedaría seriamente comprometida. Es probable que ninguna suma fuese posible: ni de las izquierdas (están a la raya de no llegar a los 68 escaños), ni del bloque central (un Juntos a la baja difícilmente estaría dispuesto a sacrificarse para hacer posible un gobierno de Isla en minoría), ni el independentismo (aunque sumaran, Ali y niña) no pactan con las ERC y la CUP. Esto podría abocar a nuevas elecciones y, eventualmente, a un bloqueo político. De modo que el panorama práctico es tan preocupante como el ideológico.

Nos encaminamos hacia un terreno desconocido. El hecho de que nos ocurra como en otros países no es un consuelo. Es la constatación de un fracaso colectivo que perjudica a todo el mundo. La ingobernabilidad acaba teniendo una traslación a la vida de las personas: no se aprueban presupuestos ni se ponen en marcha grandes proyectos públicos. La parálisis política tiene siempre efectos dañinos concretos en los servicios sociales (sanidad, educación, bienestar), en el apoyo a las empresas y, en conjunto, en la confianza económica. También, por supuesto, supone profundizar en el descrédito del sistema democrático, ya bastante cuestionado, lo que a la vez no hace más que dar más alas al extremismo ultra y sus cantos de sirena reventistas. Si se entra en este bucle, va a costar mucho salir.