El viaje

Fiordos noruegos: paisajes de ensueño

Descubrimos uno de los espacios naturales más extraordinarios del planeta que traza una costa indómita

Lucas Vallecillos
y Lucas Vallecillos

Los fiordos son rías monumentales de origen glacial de aguas tranquilas y navegables por barcos de grandes dimensiones. Aunque casi toda la costa de Noruega tiene, los más sorprendentes están en la costa oeste. Las rutas para recorrer esta zona son infinitas, así que nosotros trazaremos una que va de Stavanger a Kristiansund, pasando por los atractivos naturales y culturales más icónicos.

En Stavanger, ciudad de origen marinero donde había una importante industria conservera, nos espera Carmen Carpio, una ecuatoriana establecida en Noruega que trabaja como guía. Después de visitar el centro de la ciudad y el Museo del Petróleo –este último lugar es imprescindible para comprender por qué Noruega es actualmente uno de los países más ricos del mundo–, Carmen saca de un bolsillo las llaves de su coche y dice con una amplia sonrisa: “Ahora nos vamos a Preikestolen, donde la naturaleza roza la perfección”. Es un pequeño trayecto en ferry hasta la población de Tau, y unos 25 minutos en coche hasta Preikestolen Fjellstue, la base para iniciar la ascensión a una de las bellezas naturales más imponentes del país, donde hemos quedado con tres canadienses que se unirán a nosotros en la excursión.

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Después de dos horas y quince minutos, ponemos los pies sobre una descomunal formación rocosa que configura una plataforma con una vista excelente de 180 grados sobre el fiordo de Lysefjorden y las montañas que hay a su alrededor. “Esto es Preikestolen, amigos”, grita Carmen con la respiración alterada por la dura ascensión. Y prosigue, después de tomar aire, “popularmente este lugar es conocido como el Púlpito, por su posición dominante sobre el fiordo”. “Disfruten del paisaje más bello que brinda la región de Stavanger, y tengan cuidado cuando asomen la cabeza por el precipicio; son 600 metros de altura”. Y acaba guiñando un ojo y diciendo: “No me gustaría tener que bajar a recoger a uno de ustedes al fondo del fiordo”.

Paisajes que rozan la fantasía

La siguiente parada de la ruta es Bergen, que cuenta con un centro histórico maravilloso y con un famoso mercado de pescado donde los turistas compran grandes cantidades de salmón y comen en los restaurantes. A muy pocos pasos de allí hay el Museo Hanseático en un viejo edificio de madera con interiores que son originales de ese periodo. Junto al museo, en la zona portuaria de Bryggen, se levanta un excepcional conjunto de almacenes históricos de pescado construidos en madera y pintados con colores vivos que han sido declarados patrimonio de la humanidad por la Unesco.

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Al día siguiente he quedado con Anders Dyrkon, un guía recomendado por una amiga con el cual visitaremos la zona central de la región de los fiordos, hasta Geiranger. Antes de partir, me aconseja visitar Kode. Es el complejo museístico más importante de Bergen y hay una excelente colección de pintura, entre la cual destaca la obra de Edvard Munch. Al acabar la visita, sin perder tiempo, subimos al coche y cogemos la E-16 en dirección a Flåm, para coger en el tren Flåmsbana, que va desde Flåm hasta Myrdal. Es un trayecto de 20 km donde encontramos una serie de paisajes inolvidables que rozan la fantasía mientras salvamos un desnivel del 18%. El ritmo pausado de la locomotora permite que los viajeros puedan disfrutar del espectáculo que pasa por delante de sus ventanas.

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De vuelta en Flåm, cogemos el coche y Anders conduce hasta el imponente mirador de Stegastein, una plataforma de madera que, como si fuera un trampolín, se introduce sobre el valle a 600 metros de altitud y ofrece una panorámica sobrecogedora del fiordo. “Ante ti tienes con toda su contundencia el Sognefjord”, dice Anders mientras divisa el horizonte, y añade, “tiene 204 kilómetros de extensión, es de los más profundos, y tiene cimas que sobrepasan los 1.250 metros. Es el ejemplo del paisaje más silvestre y bello de Noruega”. El atardecer da a todo el fiordo una luz ámbar preciosa donde la oscuridad se vuelve inalcanzable: es el sol de medianoche. Una estampa que solo puede ser vivida durante el verano en latitudes próximas al Círculo Polar Ártico.

Nuestra ruta continúa hasta Laerdal, un pueblo atravesado por un río donde abundan los salmones. Remontando sus aguas llegamos a Borgund. Aquí se levanta un imponente templo de madera con una silueta enigmática que se construyó en el siglo XII. “Esta es la única iglesia de madera en Noruega que ha sobrevivido sin cambios notables. Un 90% es original”, dice Shelby, un guía que nos acompaña durante la visita al templo. Y señalando la cubierta exterior explica que “hay ornamentación y esculturas de dragones con marcado carácter vikingo para que la población local abrazara con confianza la religión que imponían los mandatarios cristianos”. “Cien años antes de construir la iglesia todo el pueblo tuvo que convertirse al cristianismo por orden del rey Olav II el Santo”, relata.

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A una hora en coche encontramos la iglesia de Urnas, otro templo de madera, el más antiguo del país –su origen es en 1130–, que, a pesar de que en su mayoría no conserva la madera original, está declarada patrimonio de la humanidad.

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Una inmensa masa de hielo

Dejando atrás el fiordo Sognefjord, por la carretera que circula paralela a uno de sus brazos, que recibe el nombre de Fjaerlandsfjorden, penetramos en el Parque Nacional de Jostedals, uno de los más antiguos del país. Aquí se encuentra el glaciar más grande del Europa continental: tiene 437 kilómetros cuadrados de superficie y 26 lenguas. Nosotros decidimos visitar una: la de Böyabreen. Es una inmensa masa de hielo que surge de la montaña a 1648 metros esparciéndose por la vertiente hasta un lago formado por las aguas de su deshielo. Junto al lago está el Brevasshytta Cafe, un establecimiento donde preparan muy bien la carne de reno, y que brinda unas maravillosas vistas sobre la lengua del glaciar, que se descuelga de la montaña. Desde aquí se aprecia el color azul de las capas más longevas, y es habitual sentir el inquietante rugido que genera su actividad. Jo Marius Boyum, el hijo de la propietaria del café, nos acompaña mientras comemos y nos enseña una magnífica colección de imágenes que muestran el paso del tiempo. “Hoy estamos a unos 150 metros del glaciar, pero cuando mi familia abrió el café en 1960 estaba pegado al glaciar”, explica Jo Marius, y nos enseña una foto de 1970 donde parece que el glaciar se vaya a tragar el restaurante.

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En dirección a Geiranger, encontramos pueblos muy poco habitados donde es difícil ver actividad humana, hasta llegar a Loen. En sus alrededores, después de pasar la cascada de Videseter, encadenamos una curva tras otra por la tortuosa carretera Gamle Strynefjellsvegen. “Esta es para mí la carretera de alta montaña más bonita de Noruega. Solo es posible circular en verano”, dice Anders, mientras indica que vaya más lento para que podamos saborear la grandeza del entorno por el cual estamos pasando. Esta carretera discurre por un puerto entre montañas con inmensas placas de hielo y lagos espectaculares que después empalman con la carretera RV63, que circula por otros parajes magníficos. Entre estos destaca el mirador de Dalsnibba y el desfiladero Flydalsjuvet. En este último, a pesar del peligro que comporta, Anders quiere que le haga una foto al lado del precipicio. “Lo siento, he pasado muchas veces por aquí y nunca me había hecho una foto. Tengo muchas ganas de hacérmela”, dice, y yo no puedo evitar sorprenderme. La escena que puedo ver por el visor de la cámara es sobrecogedora: Anders está al lado del desfiladero que se eleva justo por encima del abismo sobre el fiordo de Geiranger y la pequeña población que le da nombre, donde hay anclados dos cruceros.

En la población de Geiranger Anders se despide. Él volverá a Bergen para atender a un grupo de holandeses que lo esperan. Y un servidor, entristecido por perder un gran guía y un magnífico compañero de viaje, embarcará en un ferry hasta Hellesylt. Aunque el fiordo de Geiranger tan solo llega hasta los 224 metros de altura, es fácil entender por qué es patrimonio de la humanidad. Es imposible no sorprenderse ante el exuberante paisaje que va revelando el barco a medida que navegamos por sus aguas. La cascada de las siete Hermanas es la joya del fiordo. Está formada por una sucesión de siete imponentes saltos de agua que, según una leyenda popular, bailan frente a un salto al otro lado del fiordo que recibe el nombre de Pretendiente. En un cerrar y abrir de ojos, el ferry llega al puerto de Hellesylt, donde la ruta 655, conocida por el apodo de la Ruta de la Reina, conduce nuestros pasos hasta el pueblo de Alesund.

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Estoy de suerte. Geir Steinar, jefe de la oficina de turismo de Alesund, ha venido a recibirme para hacerme de cicerone. “No aterriza cada día por aquí un periodista de Barcelona”, dice al ver mi cara de sorpresa. Después de visitar el acuario –un excelente lugar para conocer la fauna marina local– damos un paseo por Brosundet. Es el puerto deportivo de la ciudad, flanqueado por casas modernistas que se reflejan en sus aguas. “Esta es una zona muy animada, toda la ciudad viene aquí a pasear, tomar una copa o cenar en uno de sus numerosos restaurantes”, dice el Geir. Y añade que Alesund “es conocida históricamente por su bacalao”. Para confirmarlo entramos en el prestigioso restaurante Diners XL, con una panorámica magnífica sobre el Brosundet, que está dirigido por el prestigioso chef Roar Aarseth, famoso por cocinar uno de los mejores bacalaos de la ciudad.

Después de comer, la ruta continúa hasta Bud, una pequeña población de pescadores formada por pequeñas casas de colores. Desde aquí, sale la carretera turística-nacional del Océano Atlántico hasta Kristiansund, la ciudad donde acaba este periplo por la región de los fiordos. Para The Guardian, la carretera del Océano Atlántico “es el viaje en coche más precioso del mundo”. Yo no me atrevo a hacer esta afirmación, pero puedo asegurar que conducir aquí es una experiencia inolvidable que me quedará grabada para siempre jamás. La carretera serpentea por una costa salvaje, saltando de islote en islote, pintando postales de ensueño que generan añoranza por una tierra cuando todavía no la he abandonado.