En la cárcel de los talibanes por huir del marido

El ARA visita las cuatro primeras mujeres presas por el nuevo régimen en Kabul

Enviada especial a KabulSe puede decir que están en la zona noble de la cárcel de Kabul, porque es un área relativamente nueva, donde las celdas son amplias, están enmoquetadas, entra luz natural a través de las ventanas enrejadas, y hay electricidad y agua. Sin embargo, eso no quita que estén encerradas entre cuatro paredes. Razia, Salima y Mushda son las primeras mujeres encarceladas por el régimen de los talibanes. Hay una cuarta prisionera, pero prefiere no hablar ni dejarse ver. Todas están acusadas más o menos de lo mismo: de escapar de la casa del marido. Dos de ellas habían buscado refugio antes en una casa de acogida para mujeres maltratadas pero, con la llegada de los talibanes al poder, todos esos centros han sido clausurados.   

La cárcel de Pul-e-charkhi –así se llama el centro penitenciario- está a unos veinte kilómetros a las afueras de Kabul. Es una prisión tristemente conocida porque sirvió como lugar de tortura en los años ochenta y noventa, y sus condiciones también continuaron siendo infrahumanas en las últimas dos décadas. Allí estaban reclusos miles de talibanes. De hecho, cuando los radicales llegaron a Kabul el mes pasado, abrieron de par en par las puertas de la cárcel dejando en libertad a sus correligionarios pero también a miles de criminales.

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140 presos en Kabul

“Hace unos veinte días que hemos vuelto a poner en marcha esta cárcel y las del resto del país”, asegura el director general de prisiones, Abdullah Khaqiq, un talibán de turbante negro y barba larga, que se nota que es nuevo en el cargo porque no tiene ni un papel, ni un ordenador, nada, en su despacho. Según dice, en la cárcel de Pul-e-charkhi hay en la actualidad unos 140 reclusos, que han sido detenidos desde que los fundamentalistas llegaron a Kabul el pasado 15 de agosto. “La mayoría son ladrones o traficantes de drogas”. Mujeres, en cambio, sólo hay cuatro presas, no sólo en Kabul sino en todo el país, asegura.

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Un talibán es el responsable de la zona de la cárcel donde están las reclusas. Dentro, sin embargo, hay lo que parecen que son dos funcionarias de prisiones: dos mujeres vestidas de negro que no dejan a las reclusas ni a sol ni a sombra durante la entrevista. Razia tiene 25 años y Salima, 21, y las dos estaban antes en una casa de acogida para mujeres maltratadas en la ciudad de Pol-e-Khumri, a unos 160 kilómetros al norte de Kabul. Razia llevaba un año allí, y Salima, cuatro. Más o menos por la misma razón: porque no aguantaban más a sus respectivos maridos y huyeron de casa.

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Pero con el tsunami talibán, todas las casas de acogida del país han cerrado. Digamos que sus responsables no tuvieron mucha opción: o las clausuraban o los talibanes las atacaban. Las mujeres fueron enviadas con sus familias. Pero el problema es que ni la familia de Razia ni la de Salima las quisieron de vuelta en casa. Todo lo contrario, no tuvieron miramientos de entregarlas a los talibanes. A ellas y a sus hijos. Los niños, de 5 y 6 años, también están entre rejas.

Eso mismo le pasó a Mushda, que también es jovencísima, tiene 21 años, y mece a un bebé que duerme plácidamente en sus brazos: una niña, Aisha, sólo tiene 13 días. “Me quedé embarazada de mi novio, pero mis padres no querían que me casara con él y me obligaron a casarme con otro hombre”, explica. Según dice, se escapó de la casa del marido y el propio marido es la que la denunció a los talibanes. Ha dado a luz en la cárcel. “Estuve dos días con dolores pero los talibanes no me quisieron llevar a ningún hospital”.  

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Con el anterior gobierno, muchas mujeres también eran encarceladas porque sus propios maridos las denunciaban porque habían huido de casa. Pero al menos existía una red de casas de acogida, que gestionaban ONG y financiaba ONU Mujeres. Las que tenían la suerte de ir a parar allí, se libraban de estar entre rejas. Ahora esa opción ya no existe.

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Razia, Salima y Mushda se cubren el rostro con un pañuelo, sólo dejan ver sus ojos. No quieren que nadie las reconozca, pero quieren que alguien las ayude. Pero el problema es saber quién lo puede hacer: en Kabul no queda ninguna embajada occidental abierta, ni ninguna de las organizaciones de defensa de los derechos de las mujeres que existía continúa operativa.

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Algunos presos que antes estaban entre rejas en Pul-e-charkhi son ahora los vigilantes del centro penitenciario y la zona donde antes estaban encarcelados la mayoría de los talibanes se ha convertido casi en un parque temático: los talibanes pasean a los periodistas extranjeros y les enseñan las celdas donde antes estaban encerrados. La verdad es que muchas eren tremebundas: minúsculas, sin luz ni lavabo.

Este jueves era día de visita. Los familiares de los presos podían ir a verlos. Una mujer mayor caminaba lentamente a media mañana bajo el sol por la larga carretera que lleva hasta la cárcel. Iba cargada con dos grandes bolsas de plástico. “Llevo pan, te y ropa a mi hijo, que está en la cárcel”, decía sin poder reprimir las lágrimas de desesperación. Nadie sabe qué tipo de justicia aplicarán los talibanes. Ni el propio director de prisiones lo aclara: “Eso es algo que tienen que decidir los tribunales según la ley islámica. No queremos cortar la mano a todos los ladrones. Si lo hacemos, será sólo a uno y de forma pública para que sirva de lección a todo el mundo”.

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