“Lo mejor de vivir aquí es la seguridad...y poder jugar a fútbol”

Cuatro familias afganas que llegaron a Catalunya huyendo de los talibanes explican cómo se han adaptado a su nueva realidad

Visten pantalón corto y camiseta con los colores blaugrana, y posan sonrientes ante la portería con varios balones de fútbol. Anita Rafat va un poco recatada: lleva una especie de turbante en la cabeza y medias negras y camiseta interior para que no se le vean ni los brazos ni las piernas. En cambio, su hermana Fereshteh no tiene complejos: enseña el cabello y los muslos. Tienen 37 y 28 años, y huyeron de Afganistán en agosto en uno de los vuelos de evacuación españoles. Ahora hacen en Barcelona lo que nunca pudieron hacer en su país: jugar a fútbol.

“En Afganistán iba al gimnasio”, asegura Fereshteh. Pero eso sí, a un gimnasio sólo para mujeres. En cambio, Anita admite que ella nunca había hecho deporte, y aún menos se había puesto a correr detrás de un balón. Pero la asociación deportiva Ramassà les ofreció unirse a un equipo de fútbol formado por refugiadas de diferentes países, y no se lo pensaron dos veces. “Nos motivaba conocer a otras mujeres”, argumentan.

Así que desde entonces van a entrenar cada semana al complejo Esports UB, en la parte alta de la avenida Diagonal. “¡Venga, esos brazos arriba!”, grita la entrenadora, Chaima Moummou, mientras las mujeres hacen los primeros estiramientos. El equipo lo forman unas 35 refugiadas. Hay hondureñas, salvadoreñas, peruanas, gambianas…, pero sobre todo muchas afganas. “Al principio les preocupaba tener que llevar pantalones cortos”, comenta Pere Bufi, presidente del Ramassà, que impulsó la creación del equipo de fútbol porque, argumenta, no existía ninguna iniciativa de este tipo para mujeres. Lo que empezó de forma modesta el pasado mayo en el campo del barrio del Carmel, ahora cuenta con el apoyo de la Fundació Barça. 

“Lo más importante es que puedan romper con su día a día, desconectar”, destaca el responsable del área social del Ramassà, Marc Larripa. Y viéndolas jugar, es evidente que desconectan. Anita empieza el entrenamiento un poco cohibida pero, en cuanto corre detrás de la pelota, se transforma, no deja de sonreír. Fereshteh ríe directamente a carcajada limpia. Las dos hermanas aseguran que lo mejor de Barcelona para ellas es la seguridad. Aquí no tienen que preocuparse por su integridad física. Y después, sin duda, el fútbol. El deporte les permite olvidar lo que dejaron atrás, en Afganistán, y no preocuparse por el futuro. Porque sí, admiten, no lo pueden evitar, les preocupa su futuro en Cataluña. 

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El próximo martes hará seis meses que los talibanes llegaron al poder en Afganistán. Desde entonces España ha acogido 2.475 afganos, de los cuales 2.206 llegaron en vuelos de evacuación y 269 obtuvieron el visado posteriormente, según datos del ministerio de Asuntos Exteriores. Sin embargo, sólo 1.912 se han quedado en el Estado, 208 en Cataluña, precisa el ministerio de Inclusión.

El deporte como herramienta educativa

El club de fútbol Ramassà juega en la Cuarta Catalana pero en solidaridad está en Primera. El presidente de este modesto club, Pere Bufi, explica que todo empezó hace siete años, cuando les surgió la posibilidad de ir a Etiopía a jugar contra el campeón de liga de ese país. Lo que inicialmente parecía un viaje anecdótico transformó al equipo. Desde entonces el Ramassà viaja cada año a un país africano y lleva material solidario, e incluso ha impulsado un proyecto de cooperación en Camerún. “No se trata simplemente de fútbol –insiste Bufi–, sino de que los niños y niñas tengan acceso a la educación a través del deporte”. En el humilde barrio de Etetack, a las afueras de Yaundé, en la capital de Camerún, han construido un campo de fútbol en el que actualmente juegan un centenar de niñas y niños. También les imparten clases de refuerzo escolar e idiomas, y hacen talleres de oficios, como por ejemplo mecánica y peluquería. El club financia los proyectos con subvenciones y las aportaciones de los socios, y ahora aspira a convertirse en el equipo de fútbol de Vallromanes y que el pueblo también los apoye.

Con esta trayectoria, es lógico que el Ramassà también tuviera la idea de crear un equipo de fútbol de mujeres refugiadas en Barcelona. En este caso, ha contado como gran aliado con la Fundació Barça, que, por ejemplo, se encarga de financiar la equipación de las refugiadas, el campo y la entrenadora. Además de jugar a fútbol, las mujeres tienen la posibilidad de participar en excursiones o conferencias informativas.

Familia Rafat-Shirzay

Anita Rafat es licenciada en bioquímica y había trabajado para la Agencia Española de Cooperación en la pequeña localidad de Qala-e-Naw, en el noroeste de Afganistán, donde todo el mundo se conoce y era fácil que los talibanes la identificaran. En cambio, Fereshteh es periodista, había trabajado como traductora para una reportera española y vivía en la ciudad de Herat, también en el noroeste del país. Además, se había significado en la defensa de los derechos de las mujeres afganas. Antes de huir, trabajaba en una casa de acogida para mujeres maltratadas, así que no podía quedarse en Afganistán de ninguna de las maneras. Se jugaba la vida.

“Estaba haciendo la comida cuando mi marido llegó a casa y me dijo que teníamos que marcharnos enseguida, que los talibanes estaban a punto de entrar en Qala-e-Naw”, recuerda Anita, que explica que huyeron con lo que llevaban puesto y poca cosa más. Su marido, Abdul Wasi Shirzay, es agrónomo y tiene 37 años. Tienen una hija de 9 años, Asra, y un hijo de 17 meses, Ahmad. 

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Fereshteh también tuvo que huir apresuradamente. Con los nervios, olvidó las gafas en Afganistán y también tuvo que dejar atrás su ordenador. Aterrizó en Madrid a finales de agosto con su novio, Mohammad Kahlid Toukhi, de 32 años, pero los separaron al llegar. Por vergüenza no dijeron que eran pareja –en Afganistán está mal visto tener novio–, y a él lo enviaron a Córdoba y a ella a Barcelona. Ahora aspiran a reencontrarse pronto.

Fereshteh y Anita con su familia viven ahora en un centro de acogida de la capital catalana. Es una casa de dos plantas totalmente equipada en el distrito de Nou Barris, donde disponen de tres habitaciones y dos baños, y comparten cocina y comedor con otras cuatro familias refugiadas. El centro lo gestiona la Fundació Apip-Acam, que es una de las entidades a las que el gobierno español ha delegado la acogida de refugiados.

Apip-Acam se encarga del mantenimiento del centro, también paga las facturas de electricidad, gas y agua, y proporciona a la familia determinados productos, como por ejemplo artículos de limpieza para la casa, detergente o leche y pañales para el bebé. Asímismo, les da una ayuda económica, que subvenciona el gobierno español y que es igual para todos los solicitantes de asilo, independientemente del país de procedencia. En el caso de Anita y Fereshteh, como en total son cinco personas en la familia, les corresponde una ayuda de 341 euros al mes para comida.

“Básicamente comemos patatas, calabacín, berenjenas, arroz y pasta”, enumeran las hermanas porque, aseguran, no tienen dinero para comprar nada más. Para ellas, la carne y el pollo son ahora un lujo. Solo comen carne (de ternera o de cordero) una vez al mes, y pollo, tres o cuatro como máximo. También se han convertido en especialistas de buscar los mejores precios. “Si vas al supermercado a última hora, cuando están a punto de cerrar, la fruta es más barata”, asegura Fereshteh. Sin embargo, solo compran naranjas y manzanas. “Los plátanos son demasiado caros. Un kilo vale 1,99 euros”, ponen como ejemplo. Tampoco se pueden permitir las espinacas, ni el brócoli y todavía menos los pepinillos, que en Afganistán comían a menudo y aquí los han visto en los estantes del supermercado pero todavía no los han podido probar.

“Llevé al niño al médico la semana pasada y me dijo que estaba bajo de hierro”, dice el marido de Anita, Abdul Wasi, que enseña una receta para demostrarlo. En la receta el facultativo prescribe al bebé unas gotas orales que se llaman Glutaferro durante tres meses. El problema es que estas gotas no están financiadas por la Seguridad Social y cada frasco vale 7 euros. La Fundació Apip-Acam también paga a la familia 50 euros por persona al mes (20, en caso de los menores) para sufragar otros gastos que no sean comida, como por ejemplo champú, jabón de manos o mascarillas. Eso sí, todo el dinero que gastan lo tienen que justificar con facturas. “No me queda nada de los 50 euros del mes pasado. Cuando Apip-Acam me vuelva a pagar el 15 de febrero, compraré las gotas para el niño”, dice Abdul Wasi.

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La responsable del programa de acogida de Apip-Acam, Dolors Calvo, explica que todos los solicitantes de asilo se quejan de que les dan poco dinero para comida. Da igual que sean de Afganistán o de otro país del mundo. Las ayudas del gobierno español son las que son, añade. La cantidad de dinero es la misma para todo el mundo, tanto si son acogidos en una gran ciudad o en un pequeño pueblo de España.

Fereshsteh, Anita y Abdul Wasi se dedican ahora a estudiar castellano. Van a clase cuatro días a la semana. Ya han conseguido el estatus de refugiado y tienen permiso de residencia y trabajo en España. Eso significa que pueden pasar a la fase siguiente del programa de acogida: dejar el centro donde viven y recibir una ayuda económica para alquilar un piso. Pero esto también los angustia: el precio de los alquileres es altísimo, y las ayudas, mínimas. Además, querrían seguir viviendo en Barcelona. “No quiero que mi hija tenga que volver a cambiar de escuela”, justifica Anita.

Asra ha sido escolarizada en el colegio Pau Casals, del barrio de Horta. Cuando se le pide que haga una ilustración de lo que le gusta más de Barcelona, se dibuja a sí misma con una sonrisa, rodeada de las amigas del colegio. “Si fuera por ella, también iría los sábados y domingos”, dice el padre, que se muestra totalmente agradecido por toda la ayuda que la asociación de familias de la escuela les ha ofrecido: han comprado todo tipo de material escolar para la niña.

“Aquí la profesora no pega a los niños. En Afganistán nos golpean con una regla en las manos si no nos sabemos la lección”, dice Asra, que se hace entender con gestos porque apenas sabe decir alguna palabra en catalán o castellano. Sus asignaturas preferidas son las matemáticas, el catalán y la música. Y ahora está entusiasmada porque, por fin, le han puesto en la primera fila en clase. Ella también se olvidó sus gafas en Afganistán y no veía bien la pizarra.

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Familia Hossaini

Cuando Javad Hossaini llegó a Olot el pasado 26 de agosto con su mujer, Fatemah Mohammadi, y su hijo, Amir Mohammad, de 5 años, no sabía decir ni una sola palabra en castellano. Ahora se hace entender, que es lo más importante. Y se puede decir que lo comprende casi todo. Sorprende su capacidad para aprender tan rápido.

“Me paso el día viendo vídeos de castellano en YouTube”, dice. Y también va a clase con su mujer cinco veces a la semana. Sin embargo, está frustrado: “A estas alturas, después de más de cinco meses, ya tendría que hablar castellano perfectamente”. Lamenta que no tiene nadie con quien practicarlo. En Olot nadie habla castellano, y a ellos nadie les ha enseñado catalán.

Javad tiene 31 años y es fisioterapeuta de profesión, pero durante años trabajó como traductor de varios periodistas españoles en Afganistán. Su inglés es impecable. Su mujer, que tiene 29 años, es médico. La familia llegó a Madrid con un vuelo de evacuación español y, desde allí, los trasladaron a Catalunya. Ellos querían ir a Barcelona, pero como no había plazas disponibles en ningún centro de acogida, les ofrecieron instalarse en Olot.

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Durante todos estos meses han vivido en un piso que gestiona la Fundació Cepaim, otra de las entidades que se encarga de la acogida de los refugiados en Catalunya. Como otras familias afganas, ellos también tienen que vigilar muy bien lo que gastan. La ayuda del gobierno español es exigua. Con todo, no tienen ninguna queja: su hijo ha sido escolarizado en el colegio Volcà Bisaroques, el piso donde residen es agradable –lo comparten con una madre venezolana y sus hijos–, y aseguran que la gente en Olot es amable. A pesar de eso, se quieren ir.

“Sabemos que las ciudades grandes son más caras, pero hay muchas más oportunidades”, opina Javad. En octubre los invitaron a participar en un congreso en Madrid organizado por la Fundación Lo que de Verdad Importa, y quedaron impresionados. Madrid les gustó por el movimiento de gente, el montón de actividades y porque allí todo el mundo los entendía cuando hablaban castellano. Por Navidad visitaron Barcelona y también les encantó: “Hay tiendas de ropa barata, como Primark y Zara, a diferencia de Olot”, dice ella.

A raíz de su participación en el congreso, algunos miembros de la Fundación Lo que de Verdad Importa han empezado a mover hilos para ayudar a Javad a encontrar trabajo en Madrid. “Me han dicho que quizás podría trabajar en una fábrica de cosméticos y que me pagarán 16.000 euros [brutos al año]”, explica el joven. La trabajadora social de la Fundació Cepaim Olot, Eva Ruiz, aclara que la familia solo se podría trasladarse de provincia si alguno de los dos encontrara un trabajo de al menos 20 horas a la semana. Eso sí, añade, cuando tengan un contrato quedarán fuera del programa de acogida y ya no podrán recibir ayudas económicas del gobierno español para alquilar un piso ni para alimentación. En caso contrario, podrían seguir beneficiándose de este subsidio durante doce meses más.

A pesar de eso, Javad prefiere encontrar un trabajo cuanto antes. “Quiero ser independiente y no vivir del gobierno”, afirma. También dice que, si gana un sueldo, intentará ahorrar para enviar dinero a su familia, que sigue en Afganistán. Esto no lo puede hacer ahora con el subsidio gubernamental, porque tiene que justificar con facturas todo el dinero que gasta. Sin embargo, Javad también es consciente de que no es el mejor momento para lanzarse al vacío: su mujer está embarazada de siete meses. Por eso, él y ella son un mar de dudas. No saben qué hacer.

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Família Alizada

Omulbanin tiene 10 años y es una niña tímida y de apariencia frágil: delgadita, con la piel muy blanca y el pelo liso. Ha estado dibujando un buen rato, totalmente concentrada. Solo levantaba la cabeza de vez en cuando para escuchar lo que decían los mayores. Cuando por fin da el trabajo por acabado y se le pregunta qué ha plasmado sobre el papel, contesta con una vocecilla casi imperceptible: “Soy yo”. En el dibujo se ve a una niña con lágrimas en las mejillas y pelo largo como el suyo. ¿Y por qué llorabas? Omulbanin hace entonces un puchero, se tapa la cara y se echa a llorar como la niña del dibujo. “Lloraba porque le daba miedo el ruido de los proyectiles en Afganistán. Cuando oía los disparos, se escondía en casa”, contesta la madre por ella.

Bentor Alizada es la madre de Omulbanin. Ella también se exilió cuando era una niña. Su familia huyó a Irán en 1996, cuando los talibanes llegaron al poder en Afganistán por primera vez. Ahora la historia se repite con su propia hija. La familia Alizada llegó a Madrid el pasado 25 de agosto con un vuelo de evacuación español. El padre, Mojtabo Alizada, que tiene 33 años, había trabajado como logista en la base militar española de Qala-e-Naw, y después se había hecho policía, así que no se podía quedar en Afganistán: los talibanes lo habrían matado. La madre, de 30 años, era profesora, pero ahora está dispuesta a reciclarse en lo que sea. “Puedo trabajar como modista”, propone. La pareja tiene tres hijos: Matin, de 2 años; Mohammad Morteza, de 4, y Omulbanin.

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“Doy las gracias al gobierno de España por habernos traído aquí”, es lo primero que dice Bentor. Se nota que lo dice de corazón. Asegura que les daba igual dónde los trasladaran, mientras los evacuaran de Afganistán. Ahora viven en un centro de acogida de la Fundació Apip-Acam en Parets del Vallès. Es una casa de dos plantas, que comparten con tres familias más.

“Iba a hacer un examen a mis alumnos cuando recibí una llamada del ministerio de Educación advirtiéndome de que se suspendían todas las clases porque los talibanes estaban a punto de entrar en Qala-e-Naw”, relata la madre. Así de apresurada fue la hudía. Dice que llegaron a España sin nada. “Toda la ropa que tenemos nos la han dado”.

Bentor y Mojtabo están ahora aprendiendo castellano. Van a clase cuatro veces por semana. Para ello, se trasladan en tren a Barcelona. Allí también aprovechan para hacer la compra porque aseguran que en la capital encuentran mejores precios que en Parets del Vallès. “En Barcelona hay tiendas de pakistaníes o de indios donde podemos comprar ternera y pollo más barato”. Sus hijos de 10 y 4 años ya están escolarizados. El siguiente paso que tienen que dar es encontrar un piso de alquiler. “Hemos buscado por internet y estamos asustados con los precios. Antes de venir aquí, pensaba que vivir en Europa era más fácil”, afirma él. Ella sabe que su futuro es incierto, pero intenta ver el vaso medio lleno: “Aquí los colegios son mejores que en Afganistán, hay seguridad y yo he cumplido mi sueño: ver el mar”.

Família Aryan

Fueron recibidos en el Parlamento con todos los honores en octubre y los diputados les rindieron un sentido homenaje con una larga ovación. En Barcelona, sin embargo, fueron alojados en un centro de acogida con más de una veintena de personas, cada una de un país diferente. Los asignaron una única habitación con tres camas y tenían que compartir el resto de servicios: los lavabos, la cocina, el comedor... Feridoon Aryan; su mujer, Nooria, y sus dos hijos, Heraab y Anosh, de 7 y 2 años, continúan viviendo en el mismo centro de acogida, pero ahora dicen que ya se han acostumbrado. Qué remedio.

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Ya no ven tan mal tener que compartir el lavabo, han hecho alguna amistad y su hijo de 7 años ha sido escolarizado. El pequeño también va a una guardaría, que financia el colectivo People Help. Eso, explican, los ha dado un cierto respiro. Al menos ahora tienen tiempo para ir a clase de castellano, aunque de momento el idioma con que se defienden aquí es el inglés. “Es que empezamos las clases en diciembre y después nos tuvimos que confinar porque un alumno de la clase de mi hijo dio positivo”, justifica Feridoon. También han aprendido a moverse en metro por Barcelona y, lo más importante, sus padres y otros miembros de su familia llegaron a Cataluña desde Afganistán hace pocas semanas. Milagrosamente consiguieron un visado. Se han quitado un peso de encima.

Feridoon tiene 36 años y era portavoz de Unicef en la Afganistán. Su mujer, de 28 años, trabajaba como profesora en una universidad privada. Allí tenían una buena vida e incluso se podían permitir ir de vacaciones a India, Dubai o Tayikistán. Ahora, lamentan, no tienen dinero ni para ir un día a un restaurante a comer una hamburguesa. En el centro de acogida donde están alojados hay servicio de cátering y, por lo tanto, no reciben ninguna ayuda para comida, a diferencia de otras familias afganas. El único dinero que les da el gobierno español son 140 euros al mes para financiar otros posibles gastos.

La familia Aryan llegó a España más tarde que otros afganos, en octubre , en uno de los dos únicos vuelos de evacuación que el ministerio de Defensa hizo desde Islamabad, la capital del Pakistán. Por lo tanto, todavía no tienen el estatus de refugiado. Sin embargo, Anna Figueras, la representante en Cataluña de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) –que gestiona el centro donde están alojados–, asegura que el ejecutivo está resolviendo los expedientes de los afganos con celeridad y les está concediendo protección internacional. No es poca cosa, destaca: “El 90% de las peticiones de asilo son denegadas en España”.