Escocia

El independentismo escocés celebra su congreso entre la división y la derrota

Diez años después del referéndum, el SNP parece haber perdido su capacidad de movilizar a la sociedad

LondresDespués de casi dos décadas de hegemonía política abrumadora, el Partido Nacional Escocés (SNP) celebra este fin de semana el 90 congreso anual, el más difícil de los últimos años. Un congreso que llega menos de dos meses después de la durísima derrota electoral del 4 de julio –la formación perdió en las elecciones generales medio millón de votos y 39 de los escaños de Westminster– y cuando la división por las políticas de reconocimiento de género, por cómo sacar adelante un segundo referéndum y cómo hacer frente al agujero abierto en las cuentas públicas planea sobre el encuentro.

El nuevo primer ministro, John Swinney, al frente de la formación desde mayo, tiene el doble reto de intentar unir a los suyos y de convencerles de que otro futuro que no sea la decadencia y la aniquilación en las elecciones nacionales del 2026 es posible. Pero, a estas alturas, todo parece una tarea de titanes, una empresa tan difícil, no ya como la de hacer real el segundo plebiscito, sino cómo convencer a una gran mayoría de escoceses de que la independencia es la vía más idónea para en el país.

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Han pasado diez años desde el 2014, cuando Escocia parecía vivir más que un sueño, la realidad de un largo verano de movilización y excitación política, que debía culminar en la consulta, legal, vinculante y reconocida por el gobierno de David Cameron, de 18 de septiembre. El resultado fue negativo, pero el SNP supo hacer del descalabro un triunfo tras otro, también atizado por la antipatía que el gobierno de Londres –en manos conservadoras– provocaba en buena parte de la sociedad del norte de la frontera.

Aquellos triunfos abrumadores fruto de los sistemas electorales escondían, sin embargo, un paisaje mucho más complejo. Escocia no ha optado mayoritariamente por la independencia por una falta de argumentos sólidos del independentismo –por ejemplo en relación a la moneda–, pero también, claro, porque desde Londres ya no se quieren realizar más experimentos y se ha cerrado la lleva a cualquier posibilidad de repetir el referéndum del 2014. No sólo por la vía política –Theresa May y Boris Johnson lo rechazaron, como también lo ha hecho el nuevo premier, Keir Starmer–, sino que lo ha vetado legalmente el Tribunal Supremo del Reino Unido, que en noviembre de 2022 dictaminó que sin autorización política del Parlamento Británico, la consulta es jurídicamente imposible. Y ante este callejón sin salida, ¿quién y cómo dar el primer paso? Los líderes escoceses no quieren aventuras.

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Ni siquiera el Brexit –el argumento que empleó Nicola Sturgeon para reclamar de nuevo la consulta– ha servido para ablandar las resistencias de el establishment londinense ni para que los escoceses se lo repiensen. Cansados ​​del caos londinense, en vez de volver a abrazar el sueño de hace diez años, han optado por dar una oportunidad al laborismo.

Y a los aspectos coyunturales y externos estrictamente al independentismo se ha añadido la crisis interna que vive el SNP, y que tiene varios frentes: el adiós de Nicola Sturgeon, el relevo fallido por parte de Humza Yousaf y el estropicio con los Verdes –socios preferenciales del gobierno desde mayo del 2021–, la investigación policial por posible malversación a la que hace frente el marido de Sturgeon, durante veinte años el hombre de las finanzas del Partido, y, finalmente, pero que fue el primer síntoma de que iban mal dados, la pelea a muerte entre Alex Salmond y su heredera, Sturgeon, que provocó la primera gran grieta en el SNP en veinte años.

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En medio de este panorama, John Swinney tiene muy poco margen de maniobra: gestionar la decadencia. Su discurso de clausura del congreso, el domingo, será una prueba de fuego. Pero, ¿podrá ir más allá de la retórica?