Las fiestas de la élite colombiana, al margen de la protesta y del covid

Las manifestaciones y la represión continúan en Colombia, a pesar de que lejos de las zonas exclusivas

Rosa Pérez Masdeu
y Rosa Pérez Masdeu

BogotàColombia es el segundo país más desigual de América Latina, que ya es por sí misma la región más desigual del planeta. El principal factor es la falta de corrección de los desajustes a través de la política impositiva. Fue el descontento con la propuesta de reforma tributaria del gobierno del presidente Iván Duque el que desencadenó el Paro Nacional el 28 de abril, convocado por el que se ha denominado Comité Nacional de la Parada. Un mes de movilizaciones después y con decenas de muertos a manos de las fuerzas del orden, las manifestaciones han conseguido la retirada de la reforma económica.

Más allá de esto, los manifestantes buscan un cambio sistémico en un país con el 42% de pobreza, concentrada en la capital, Bogotá, y agravada por la pandemia. Aun así en zonas exclusivas de la ciudad, una élite vive al margen de las restricciones sanitarias y de la movilización más larga de la historia reciente del país.

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A una veintena de kilómetros del Portal de Las Américas, rebautizado Portal de la Resistencia, donde los barrios del sur mantienen por la noche el pulso al estado, coches de alta gama y zapatos de talón llenan las calles iluminadas de la calle 85. Fachadas de colores uniformes, de expresión burguesa, sin pintadas, selladas por jardines de orquídeas tropicales y guardias de seguridad privada. De día, pastelerías francesas, boutiques italianas, Inditex y restaurantes de cocina fusión. Por la noche, burbuja de la fiesta, la rumba, de las clases altas. “El chico que acaba de entrar en ese cochazo no tenía más de 18 años”, comenta un extranjero desubicado.

Decenas de jóvenes se acumulan ante los locales nocturnos. Una decena de decepcionados reculan después de ser rechazados. La puerta del nightclub El Salvador está abierta, pero no para todo el mundo. Para entrar se tiene que atravesar un pasillo estrecho y oscuro. “¿Ningún arma, supongo?” “No”, todos a la vez. Antes de subir, un miembro de la seguridad nos registra. Toquetea tronco y piernas, hace vaciar los bolsillos y abrir las bolsas. “Gracias, pásenla bien”. Se abren las puertas. La realidad se vuelve atronadora. Aparte de la seguridad y la trabajadora de la limpieza, nadie lleva mascarilla. La sala revienta de movimientos de cadera y de narcoestética. Hombres gordos con camisas anchas y chicas delgadas, escotadas y operadas se acumulan en la barra, junto a funcionarios de embajadas extranjeras. Dos gin tónics, cien mil pesos (22,7 euros), más del 10% del sueldo mínimo. No importa.

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“¡Este hombre gana millones!”, exclama Daniel, mientras con una mano aguanta un whisky y con la otra coge al amigo millonario por el cuello. “¿Gana en un día lo que no gana un colombiano en años!” El amigo millonario, camisa a rayas naranjas y blancas, ríe. Se dedica “a las ventas” y hablar del Paro, la lucha social que estalló a finales de abril, le da pereza. “Me da mamera. No me afecta”, repite. “Tengo 36 años y nunca jamás he votado un hijueputa político”, continúa, mientras pide una ronda de chupitos de tequila a casi diez euros la unidad. Dice que entiende que hay injusticias y “etcétera”, pero que el Paro no cambiará nada. “¿Tú te piensas que a la gente de esta fiesta la afecta?”, ríe.

“Todo sabe a mierda, no me importa”, asegura con cara de asco Saul, un abogado espatarrado en uno de los sofás rojos. “Yo me presentaría a presidente y haría que la gente bailara, bailara para mí”. Un amigo se levanta y se aparta del grupo para comentar: “Esto es una burbuja que impide que el país avance”. Se llama David, también es abogado, pero de Medellín. Lleva una camisa blanca con el logo azul oscuro de Ralph Lauren. “Yo estoy a favor del movimiento al mil por ciento. He salido a manifestarme, porque a mí me ha faltado de todo”. Viene al local una vez a la semana con sus socios del bufete de Bogotá. “Hay que cambiar este país, pero ¿tú crees que a alguien de aquí, que lo tiene todo, le importaun pelao el que no tiene ninguna oportunidad?”, pregunta. “Eso sí, que esté a favor de una ideología no significa que no quiera pasarlo bien”, aclara.

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Sobornos y policía

La zona de fumadores es toda la última planta. Un corazón gigante de purpurina dorada cuelga del techo sobre la barra ovalada en medio de la sala. Contra las columnas, parejas se magregenhasta llegar al suelo. “Ui, el Paro, ¡deja, deja, que estamos de fiesta!”, dice otro cliente. Con cabello, boina y minifalda negra, una modelo comenta: “Nos está afectando ya demasiado, los bloqueos, lo que hace el gobierno... A ver, sí que hay violencia de la policía, pero también de los manifestantes, todo es muy complicado”, afirma.

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A la una de la madrugada, tres horas más tarde del cierre oficial impuesto por las restricciones sanitarias, se apaga de golpe la música y se encienden las luces. En el fondo de la sala empieza una tentativa de cántico del cumpleaños feliz, pero no acaba. Desde otro punto, suenan voces: “Tumbo [policía] quien no salte”. Nadie lo sigue. El guardia de seguridad se planta ante la puerta, y la bloquea gritando: “¡Tapabocas[Mascarillas], la policía está abajo!” Uniformada de rojo, la trabajadora de la limpieza reparte mascarillas quirúrgicas para todo el mundo.

Pasan unos minutos de silencio e incertidumbre, pero nadie sale de la sala. De un momento al otro, la luz se vuelve a apagar y la fiesta se anima de nuevo. Suena Tosa, de Karol G y Nicki Minaj: “Pero dices todo este llanto por nada/ Ahora soy una chica mala” . ¿Y la policía? “El encargado ha bajado, ha hablado con ellos y han marchado”, responde lo guarda de seguridad de la planta. ¿Les han pagado mucho? “Imagino”, concluye.