Asia

Un país para turistas: así era Afganistán antes de la guerra

Catalanes que visitaron el país explican cómo era, ahora que hace 40 años que empezó el conflicto

BarcelonaEl filósofo catalán Josep Ramoneda recuerda que en 1970, cuando era jovencito, cogió un Renault Dauphine con tres amigos, se lanzó a la carretera y, después de cruzar media Europa, Turquía, Irak e Irán, llegó a Afganistán. Su único objetivo era hacer turismo. Porque, a pesar de que ahora esto nos suene a locura, Afganistán era antes un destino turístico, sobre todo para jóvenes hippies que hacían parada allí antes de continuar su camino hasta India. Eso, claro, antes de que la guerra lo estropeara todo.

Este miércoles hace 40 años que la guerra empezó en Afganistán. El 25 de diciembre del 1979 miles de soldados soviéticos invadieron Afganistán y el país se convirtió en un campo de batalla más de la Guerra Fría: mientras la URSS intentaba hacerse con el control, Estados Unidos se dedicó a armar y financiar desde la retaguardia a grupos fundamentalistas islámicos, los muyahidines, para que lucharan contra las fuerzas soviéticas y las expulsaran del país. De esta manera Afganistán pasó de ser un destino turístico a convertirse en una máquina de fabricar refugiados. Desde entonces no ha levantado cabeza: después de la retirada de las tropas soviéticas, empezó la guerra entre facciones muyahidines, después llegó el régimen de los talibanes y, el último capítulo, la intervención militar de Estados Unidos.

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Ramoneda admite que, cuando él visitó Afganistán, no se habría imaginado nunca que allí podría haber una guerra, sino todo lo contrario: “Era un país tranquilo y seguro –rememora–. Fuimos a visitar los Budas gigantes de Bamiyan e incluso dormimos en tiendas de campaña en medio de un campo”. La última vez que unos turistas extranjeros osaron hacer una excursión a Afganistán, en septiembre del 2011, fueron encontrados muertos poco días después. Y las impresionantes esculturas de hasta 55 metros de altura incrustadas a la montaña, de las que habla Ramoneda, ya ni existen. Los talibanes las dinamitaron a comienzos del 2001, con la excusa de que no eran islámicas.

Ahora, en la capital afgana, todavía se pueden encontrar a la venta antiguos folletos turísticos de aquella época dorada y postales de un Kabul de calles pavimentadas y casas de tejados puntiagudos que también han desaparecido del mapa: los muyahidines bombardearon la ciudad sin contemplaciones a comienzos de los años noventa, hasta casi arrasarla. Su actual fisionomía tiene poco que ver con la del pasado.

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Uno de los pocos edificios que quedaron en pie y que todavía existe es lo del lujoso Hotel Intercontinental, situado en la cima de un pequeño cerro. “Tenía una piscina exterior donde cada noche se organizaban bailes. Tocaba una orquesta procedente de Valencia”, asegura la escritora catalana Ana Briongos, que vivió en Afganistán de manera intermitente entre 1968 y 1978 y es autora del libro Un invierno en Kandahar. Briongos explica que la primera vez que viajó a Afganistán también fue como turista y por carretera. “Recorrí el país en autobús. La carretera estaba asfaltada y en buen estado”, recuerda. Ahora las pocas infraestructuras que hay en el país se encuentran destrozadas por la falta de mantenimiento o por el impacto de artefactos explosivos.

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“En Afganistán vestía como en Barcelona: con tejanos, camisetas de manga corta e incluso algún vestidito por encima de la rodilla”, continúa relatando la escritora, que asegura que nunca nadie le llamó la atención por ir de esa manera. Actualmente, en cambio, sería impensable ver una mujer en Afganistán en manga corta y aún menos mostrando las pantorrillas, aunque fuera extranjera. Sería casi un escándalo público. La población es menos tolerante después de tantos años de conflicto y dominación islamista. “Muchas afganas, sobre todo las estudiantes de instituto y de la universidad, también vestían de manera occidental e iban sin pañuelo en la cabeza”, recuerda Briongos. Eso sí, también reconoce que otras muchas, sobre todo fuera de Kabul, iban cubiertas de pies a cabeza con el tradicional burka .

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Shapiry Hakami, una afgana que se exilió un año después del inicio de la guerra y que vive en Madrid desde hace décadas, también asegura que lo que más le impresionó cuando regresó por primera vez a su país, en 2009, después de años de ausencia, fue tenerse que cubrir la cabeza con un pañuelo en cuanto bajó del avión. “No me lo podía creer”, comenta. Ni esto, ni tampoco el estado en el que se encontró Kabul: “Las calles estaban destrozadas y había basura por todas partes. No reconocía la ciudad”, asegura. Y otro detalle muy importante: los cortes en el suministro eléctrico. Tanto Hakami como Ramoneda y Briongos aseguran que en el pasado había electricidad en Afganistán. Ahora más de la mitad del país se encuentra a oscuras.

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Hay, sin embargo, una cosa que no ha cambiado ni con los años ni con el conflicto: “Los afganos eran, en general, gente muy austera, de fiar y de palabra”, declara Briongos. Los que conocen el país ahora aseguran que continúan siendo del mismo modo.