¿Debería poder vender su historia, un asesino?
La compañera Alejandra Palés escribe en el diario como la madre de Gabriel Cruz –el niño asesinado en el 2018 por la nueva pareja de su padre– pide un pacto de estado para poner límites al true crime. Una de las peticiones es que los asesinos no puedan comercializar con sus historias para que las filme una productora. La asesina había recibido una propuesta, finalmente abortada, de filmar su testimonio desde la cárcel. Los ingresos debían servir para pagar su defensa legal y enviar dinero a su familia. La petición de mamá es muy razonable. Matar no puede derivarse en un negocio secundario. Y ofrecer dinero a un asesino, aparte de indecoroso, es también éticamente discutible: puede tener la tentación de elevar su caché a partir de la exageración o, directamente, la invención de detalles escabrosos.
Otra cosa es la cuestión de la posible revictimización. Argumenta a la madre –y se puede empatizar con ella– que un documental sobre el caso puede hacer que vuelva a ocupar horas y horas de banales tertulias televisivas. Pero en ese caso me parece un efecto secundario inevitable, imposible de frenar. Por doloroso que sea, debe primar la libertad de expresión y el interés informativo que despiertan este tipo de sucesos. Sería muy difícil impedir legalmente que alguien quiera hacer una serie sobre algo que ha conmovido a la sociedad. Eso sí: hay que exigir rigor y acotar qué hacer en nombre de las dramatizaciones y licencias narrativas, para que no sean esgrimidas como escudo ante posibles reclamaciones de los afectados. Si a esto sumáramos dosis de educación mediática para desprestigiar de verdad los tratamientos sensacionalistas y truculentos, estaríamos entonces más cerca de conseguir hablar públicamente de unos asuntos que nos conmocionan, pero de una manera adulta, madura y responsable.