Tan sólo un periodista descuartizado más

"Cosas que pasan". Con este cinismo ha despachado a Donald Trump la pregunta sobre el periodista Jamal Khashoggi, fallecido según todos los indicios por un pelotón saudí que le mató en un consulado del país en Turquía. No podemos decir que el Sátrapa in Chief escupe sobre su tumba, porque ni siquiera hay ataúd sobre el que lamentar su muerte: este periodista del Washington Post fue descuartizado y se da por hecho que se desintegraron las diferentes partes de su cuerpo con productos químicos. Sí, cosas que ocurren.

Cuando pensamos en periodistas muertos, el tópico nos lleva a reporteros de guerra caídos en el campo de batalla como efecto más o menos colateral. Pero esto está cambiando. Desde los años 90 hasta la actualidad, se han multiplicado los asesinatos en manos de sicarios. Lo explica muy bien Josep Gifreu en su último libro Argos en el laberinto, editado por Saldomar. Allí se recogen distintos casos con perspectiva histórica. Sale Khashoggi pero también Gareth Jones, que informó de los horrores de la campaña del hambre aplicada contra Ucrania en los años 30. O Josep Maria Planes, si queremos un referente más nuestro. Más allá del siniestro catálogo de periodistas fallecidos por querer explicar realidades incómodas, el libro aporta un dato fundamental: en ocho de cada diez casos estos asesinatos quedan impunes. Si, además, asumimos que la gran mortandad de periodistas en Gaza no es fruto de los avatares inevitables de la guerra –las malditas cosas que ocurren– sino que se trata de asesinatos selectivos y conscientemente dirigidos para silenciar una visión del conflicto, resulta entonces urgente reformular las legislaciones de ámbito supranacional para frenar. Y no sólo promulgarlas: también hacerlas cumplir hasta las últimas consecuencias, por mucho que los Trumps de la vida empujen en dirección exactamente contraria.