El Supremo contra el fiscal general... y contra el periodismo

Las sospechas de politización de la justicia en la causa contra Álvaro García Ortiz tienen una segunda víctima nada menor que cabe señalar: el periodismo. Durante las sesiones, varios periodistas explicaron que el presunto secreto revelado por el fiscal general en realidad no lo era, ya que ese contenido circulaba por algunas redacciones. Es un dato importante, porque no existe prueba directa de la filtración, así que a la acusación –ya quien tenga pensada ya la sentencia de entrada– le interesa mucho demostrar que solo el encausado tenía esa información. Y hay que tener en cuenta que estos profesionales han declarado como testigos y, por tanto, están obligados a decir la verdad, aunque tengan el derecho constitucional a no revelar sus fuentes, porque les ampara el derecho al secreto profesional. Por tanto, los desprecios que se han oído en sala están completamente fuera de lugar. Si el magistrado cree que le están levantando la camisa cuando le dicen que la fuente de un reportero no fue García Ortiz, puede abrir una investigación por falso testigo. Pero no debería desahogar su frustración con declaraciones sin valor jurídico alguno. No se trata sólo de respetar a un ciudadano que acude a la llamada de la justicia: el respeto de la judicatura a la función periodística está en juego. Por imperfecta y atrincherada que esté, no son los altos magistrados precisamente los más indicados para dar demasiadas lecciones.

Los ataques de cuernos con toga y puñetas que se han podido seguir estos días indican unas ganas de marcar terreno desgraciadamente demasiado habituales en la justicia española. Después de ver, desde hace un tiempo, como los jueces toman funciones casi legislativas, ahora tratan de laminar también el llamado cuarto poder, que debería poder fiscalizarlos libremente. El Supremo necesita, de forma urgente, una oxigenación democrática.